viernes, 29 de octubre de 2021

Los pies

Los Pies


Mientras me preparo tardíamente para iniciar mi caminata dominical (práctica recién retomada -luego de un abandono de casi treinta años- durante las últimas semanas de esta prolongada cuarentena), enciendo mi teléfono y entra una avalancha de mensajes.  Opto por no leerlos porque sé que mi adicción -exacerbada también en la cuarentena- me llevará a sentarme a leer y despistarme, haciendo que postergue esta actividad que mi cuerpo y mi mente claman por llevar a cabo.  

Terminando de prepararme, pienso en el dolor que parece triturar mis pies -todo mi cuerpo, en realidad- cada día y por un momento dudo en la decisión de salir.  Gana mi voluntad: saldré (¡todo sea por la más mínima disminución de mis espasmos corporales!).  Me pongo los arneses que sujetan mi columna en su sitio y los ajusto, me tercio lentes gorro y tapabocas y, de camino hacia la puerta para ponerme las medias y los tenis, exprimo un poco de la crema analgésica que se ha vuelto mi compañera inseparable en estos últimos años.  En la silla junto a la puerta, me siento y -en mi afán por aliviar su dolor- aplico  la crema sobre mis pies, acariciándolos a conciencia, con un suave pero profundo masaje.  Duelen.  Vuelvo a dudar si he de dar la caminata.  Vuelve a ganar mi voluntad. Me calzo las medias y los tenis.

Abro la puerta y antes de salir, me tercio el bolso negro (a juego con el color de mi raída indumentaria) en el cual aguardan mi identificación, mi teléfono celular, los audífonos y una botella desechable, cargada con agua fría, previamente aderezada con una cucharadita de bicarbonato y emprendo mi caminata de hoy.  Coloco música y, mientras tarareo su melodía, me dedico a leer el cuento de una señora muy loca -a quien considero mi amiga y absoluta colega de desvaríos y chorradas- en el que la protagonista sufre un dolor tan grande en los pies que desea un milagro que la libere de su sufrimiento; milagro que se ve realizado con la materialización de un soberano machete, con el que corta sus extremidades y se libera del suplicio a medida que transcurre su exanguinación.  Pienso en mi propio dolor y esa idea me acompaña durante los cinco kilómetros de corto recorrido dominical. Escucho música, respiro, tarareo... Y pienso en el cuento y en mi dolor.  Tropiezo -estricta y figurativamente- con muchas personas, casi tantas como historias imagina esta loca mente mía.  Camino al ritmo de la música, bailando en mi mente, abstraída del ruido del mundo circundante, pero no tanto como para olvidar la idea de los pies, del dolor.  

En el recorrido de retorno, me llama la atención, de entre todos los grupos que van, vienen, juegan, bailan y conversan, un grupo de unos ocho niños que juegan en la calle cerrada al tránsito automotor, en una cancha improvisada con límites laterales imaginarios y sendas arquerías delimitadas por piedras prestadas de la construcción aledaña, suspendida indefinidamente.  Los niños de este grupo irradian una especie de armonía y gozo infantil que cautiva mi atención inmediatamente.  No gritan, no se empujan, juegan como en un armonioso baile.  En el borde de la acera, un fotógrafo con una franela de la selección vinotinto que me causó curiosidad en mi recorrido de ida, permanece -cámara en mano- sentado en el mismo lugar, solo que ahora él también parece cautivado por los niños.  Los enfoca, fotografía y sonríe, casi con el mismo júbilo y candor de los amateurs futbolistas que corren y patean un notoriamente desgastado balón de volleyball.  Sin detener mi andar, los observo y disfruto, acercándome para avanzar por un costado de su efímero campo de asfalto. Llama mi atención un chico que destaca, por la agilidad con que se desplaza y por la destreza con la que conduce el balón, atravesando el espacio dominado por sus oponentes, en busca de un gol.  Sus blancos, cuidados y delgados pies destacan entre los de sus compañeros por su blancura. Y porque van descalzos.  Está descalzo en el asfalto que, a pesar de estar cobijado a la sombra de un viejo araguaney,  irradia el calor de los rayos de sol recibidos desde las seis de la mañana.  Y la desnudez de sus pies no parece resentir los tropiezos con sus oponentes, el impacto del balón, la aridez del terreno, ni el calor del asfalto, tal es su gusto y emoción por el juego que disfruta.  Trato de verlo bien, no sea que mis ojos me engañen. Ya más cerca del grupo un hecho dilucida cualquier asomo de duda: en el borde de la calzada, a unos metros de donde se halla el fotógrafo, sin más custodia que la propia exposición y como en un sitial de honor que ningún viandante se atreve a profanar, reposa un par de zapatos, algo deteriorados y descoloridos , cuidadosamente colocados contra el borde de la acera.  Su medida, a simple vista, coincide con la de aquel par de pieciecillos que, a escasos tres metros de distancia, saltan de un lado a otro en busca del balón.  Sonrío, maravillada, por el candor, la inocencia y la confianza que denota dejar los zapatos a la vera del camino, en una ciudad donde las necesidades, la precariedad parecen estar a la orden del día.

Sigo avanzando y sonrío aún más. Y bailo imaginariamente, mientras me acerco más a mi punto de partida.  Ya a punto de llegar, bajo el ritmo de mi caminata, comprimo un poco los dedos de los pies, buscando aminorar su dolor.   Camino lentamente hasta llegar a mi residencia.  Ya es casi mediodía y el sol está en lo más alto.  Hace calor y sudo copiosamente.  Ya en casa, vuelve a mi mente  la imagen del niño de los blancos pies descalzos y de sus zapatos.  Rezo por que nunca le falten,. Evoco mi pasado y recuerdo que hace un año yo mismo mutilé mis pies con un machete.  Me retiro la gorra, el tapabocas y los lentes.  Tomo un largo trago de agua (a veces pienso que solo la saco a pasear) y suspiro, mientras retiro las prótesis de mis piernas y las coloco a un lado para quitarles los zapatos y las medias.  Vuelvo a colocarles un poco de crema y me pregunto cuándo dejarán de dolerme los pies.

B. Osiris Bocaney

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