Desde que la vio, aun siendo una bebe; don Tiempo se prendó de ella. Al
principio pasaba horas mirándola, viéndola crecer. La observó gatear,
caminar al principio con miedo y luego con el desgarbo de la infancia, para continuar
con la elegancia de la juventud.
Un día venciendo el
temor se le acercó y le contó sus sueños. Le habló de su amor de siempre
y ella lo escuchó en silencio, sin mirarlo siquiera. Creyendo que lo
analizaba, le dio de lo que él tanto tenía; tiempo.
Al cabo de unos
años se le acercó de nuevo; y le habló nuevamente de su pasión y de su larga espera.
Ya más dueña de sí y viéndolo a la cara le dijo con la frescura y el desenfado
que da la juventud que él era un viejo; qué cómo se atrevía tan siquiera a
mirarla; o a soñar con ella.
Él se tomó su
tiempo y la siguió observando y entré más lo hacía; aún más se enamoraba.
Pasados unos años,
un matrimonio incluso, madre de un par de niños y un divorcio difícil, se le
acercó de nuevo. Y le hablo con pasión, con ardor. Le dijo que la
amaba, que no lograba sacarla de su mente, que la seguía en silencio; sin
pausa. Indignada lo miró nuevamente, y lo encontró muy viejo, tan viejo
como el mundo. Y lo recriminó y se burló de aquel amor senil que le
ofrecía.
Él no se amilanó y
decidió esperarla; tiempo era lo que a él más le sobraba.
Ya, en las postrimerías de la muerte él
llegó nuevamente. Al verlo le sonrió y le ofreció su mano. Ya es
tarde; dijo él: Ya se acabó tu tiempo.
Patricia Lara P.
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