sábado, 7 de diciembre de 2013

Pequeña historia de amor inconclusa




Hernán y Lucía se conocieron en el club de lectura de la maestra Rebeca. Iban, desde muy niños, a las tertulias que cada tarde organizaba la única docente del pueblo, y que era un rincón para salir de la modorra y la rutina de aquel caserío mirandino. Al principio, sus padres los llevaban hasta la empalizada de la casita rural y allí mismo los recogían pero, con el correr del tiempo se convirtió en acuerdo tácito que Hernán acompañara a Lucía en el camino de ida y vuelta. Ya adolescentes, crecidos en tamaño y en avidez por nuevas ideas, tardaban un poco más en regresar a casa, pues su tertulia se alargaba junto al juncal, en una sombra fresquita que siempre les acogía. Y no, no es que se dedicaran a romances ni otros menesteres, su vínculo era más sublime, si se quiere: compartían viejos libros de poemas, ensayos y pasquines políticos que la maestra les cedía con alto grado de confidencialidad, por ser sus más avanzados estudiantes y los mayores del grupo. Fue así como, sin saberlo, se enamoraron; ella de él, el del mundo, de las aventuras e historias de revoluciones y revueltas que ocurrían en los alrededores. Cada tarde encendía el fuego, en ella, por verle, por reír a su lado, por verle soñar con tantas aventuras e imaginarlo como su héroe; en él, por contarle sus planes de fuga para irse a las filas de cualquier general que quisiera aceptarlo bajo sus órdenes. Leían, comentaban, soñaban y reían. Ella, más que él, reía sonoramente, espantando a las guacharacas que ya se recogían en los juncos.

Una tarde, la tarde en la que Lucía había decidido –flores de azahar en mano y luciendo su mejor pañoleta- tocarle la mano y apretarla en la suya, Hernán no llegó. Nadie supo nada más de él. A Lucía se le apagó la sonrisa. Se dedicó a escribir las epístolas más apasionadas, a las que solo tenía acceso la maestra Rebeca, en la promesa de algún día hacérselas llegar a su destinatario. Dos años más tarde, viajaron juntas, maestra y pupila, a Europa. Fue una buena oportunidad para Lucía, quien se casó prontamente con el oficio de escritora (el amor sustituto de aquel que la dejara en una tarde de agosto).

Coincidieron una tarde, cinco años después de aquel prolongado viaje, en la casa de una dama a que gustaba de las reuniones con sus paisanos, para unir lazos entre quienes estaban lejos de la patria. Lo vio hermoso, con un aire de mundo y una inusitada seguridad que jamás habría intuido en él. Él la vio brillante, como una madreperla. Confundidos, se saludaron aún sin ser presentados. La familiaridad en el saludo sorprendió a la anfitriona, quien les preguntó si se conocían. Hernán asintió con la cabeza, el comenzó a dar una explicación algo cortés y bastante frívola. Lucía, por su parte, dio rienda suelta a la emoción contenida durante tantos años y, con los ojos abrillantados por las lágrimas, contestó de buena gana: “¡Sí, este es el hombre que me dejó en pleno campo, con las carnes maduras y la pasión por estrenar!”. Sonrió cortésmente y se retiró del salón.
B. Osiris B.

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