Ella lo esperó muchas noches, adosada como estaba al dintel de yeso que adornaba el balcón. A la espera, languideció su cándida juventud, sus músculos perdieron tonicidad y su piel la tersura que antes fuese digna de admiración. No recibió ni una carta que le hablara de sus aventuras y sirviera de refugio ante aquel temporal de tristeza que le asoló la vida entera.
Él no pudo escribir la primera de sus misivas. Murió joven –heroico, estoico y estúpido- blandiendo inocentemente un machete para enfrentar a una montonera armada hasta los dientes con escopetas y fusiles. Al primer movimiento de su brazo para surcar el aire con su pico ´e loro, cayó abatido por una oleada de plomo. En el desvarío de su último hálito de vida, la vio venir hacia él y se dejó caer en sus brazos. Fue el mejor y el peor de los días en la vida –y en la muerte- de un joven amante cuyo cuerpo desapareciera, esparcido en el llano, bajo la pisada indolente de cientos de jamelgos cabalgados por hombres que entonaban cantos de justicia y libertad.
Luego de la avanzada, solo su cantimplora –tallada en las noches de nostalgia, temor e insomnio con el nombre de su amada- fue la prueba final para saber de su paradero. Desde anoche, ella llora, sujetando esa reliquia que le trajera el correo, abrazada como niña a la calidez de su recuerdo.
B.
Osiris B.
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