Allá en la cima de ese pequeñísimo montículo de tierra que algunos
consideraban una protuberancia apenas y que ellas llamaban montaña vivía esta
hormiga. Pertenecía a la especie
de las "cachonas". Era varonil, musculoso y muy acuerpado;
toda una estampa de hormiga, un galán y por cierto con mucho veneno en su aguijón.
Las hormigas de su especie se desvivían por él. Lo agasajaban de muchas y
variadas maneras. Algunas con ricos bocados y otras ofreciéndole el mejor sexo posible
(ja). Lo indudable del caso es que nuestro apolíneo hormigo no se
inmutaba. Un día cualquiera acierta a pasar por aquella enorme montaña
una hormiga rubia y chiquitita. De la especie de las “mieleras”.
Son tan minúsculas que casi a simple vista no se pueden ver, pero que igual si
te meten el diente te dejan un dolor intenso y por cierto muy duradero.
Y que creen queridos amigos... fue amor a primera vista. Aquel
enorme macho se prenda de la minúscula y "desvalida" hormiga y ella
se enamora de él inmediatamente.
No les importó nada. Ni la raza, ni el color, ni la oposición de
sus familias, ni de sus gobernantes, ni nada. Se fueron a vivir juntos
sin la bendición de su dios pues en ninguno de sus hormigueros aceptaron tal
unión. Les parecía la locura más grande de todas.
Al cabo de un tiempo, en el cual les
fue prácticamente imposible darse un abrazo o un beso y menos aún; consumar su
unión, y alegando diferencias físicas irreconciliables, cada uno retorno como
hijo prodigo a su hogar. Conocieron parejas de su especie, se enamoraron,
se casaron, procrearon y vivieron felices por siempre. Contándoles a
todos aquellos que quisieron oírlos lo mucho que se amaron y lo difícil que fue
seguirse amando como ellos habrían querido hacerlo; como lo escucharon en los
cuentos de hadas; por los siglos de los siglos.
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