miércoles, 27 de mayo de 2020

Cuentos de cuarentena

Cuentos de la Cuarentena


_Cambio de Piel_


_"Ricitos de oro era negra como el azabache, y sus cabellos dorados semejaban un nido de golondrinas de heno secado al sol"_... Así comenzaba el cuentecito -único recuerdo feliz de su infancia- con el que dormía la mamagüela a Francisca, en ausencia de su madre, quién muriera al traerla al mundo.  "Francisca, mija tu naciste para ser diferente", le decía siempre la vieja Franca, mientras la estrujaba y la bañaba para eliminar los rastros de la más reciente refriega que acababa de tener con algún pelado del pueblo por haberla llamado bachaca.  Prontamente fue creciendo y con el paso del tiempo se le instauró al pueblo entero la costumbre de llamarla La Bachaca.
Francisca, "la bachaca", nació cabimera y se crió, al calor en El Empedrao. Siendo adolescente -y adoleciendo de una familia y fuente de sostén- descubrió el arte de la economía y de las fluctuaciones de los precios del petróleo en el bar que la contrató como mesera, donde se codeó con la crema y nata de los ingenieros petroleros, propios y ajenos, residentes y visitantes, que hacían -como mínimo- dos paradas diarias en el local: una a mediodía, para saciar la sed y llenar el buche, y la otra ya entrada la noche, para saciar otra sed y aprovechar de descargar tensiones.  
En el bar Zumaque aprendió de sociopolítica, de relaciones públicas, de sexo y de economía, "menos es más", le decía Rupert, uno de los ingenieros que por años requirió de sus servicios y que, luego de saciar sus necesidades en el cuartito que Otoniel, el dueño del garito le había asignado La Bachaca para "ganarse un dinerito extra", de dedicaba a ponerla al día acerca de los precios del petróleo y los esquemas de poder que se tejían en torno a su producción y comercialización. Y Francisca escuchaba, cómo lo hacía con Astolfo, Nixon, Francisco, James, Williams y todos los otros que apreciaban el valor de sus carnes tiernas, su sonrisa afable y aquella curiosidad y tino para opinar, para nada reñido con su discreción acerca de lo que pasaba tras aquellas cuatro paredes.
Nadie, ni siquiera La Bachaca, recuerda cómo fue que Otoniel desapareció una noche, por allá a finales de los noventa. Y, a falta de quien pusiera orden en el lugar, Francisca, que ya tenía consigo a una hija y "el rancho ardiendo", tomó las riendas del local y se mudó a la casa que colindaba con el bar que otrora fuera la residencia de El Ausente, cómo dieron todos en llamar al desaparecido Otoniel.  A la casa grande también se llevó el baúl donde solía guardar sus propinas en divisas, cuya vista le reconfortaba de las miradas de asco de las señoras dignas del pueblo, y el camastro dónde siguió atendiendo y escuchando a los señores dignos del pueblo y a su "pull de ingenieros".  De ellos obtuvo, además, la dicha de ser madre soltera de los dos que ya contamos y de tres varones más, cada uno tan guapo como su padre, a decir de La Bachaca, que nunca tuvo a bien presentarlos para verificar tal aseveración.  
Briseida, La Niña, se fue a Villa del Rosario. Siguiendo los pasos y enseñanzas de su madre, montó un local de cama y comida, más lo segundo que lo primero. De ella más nunca supo nada, ¡serán ingratos los hijos!
A Nemesio, el segundo, se lo mataron malamente en la frontera, lo acusaron de paramilitar, pero Francisca dice, con lágrimas en los ojos, que fue por envidia, que él fue apenas una víctima inocente del fuego cruzado, pues si muchacho tenía tiempo trabajando de oficial de seguridad en una finca en Colombia.  La muerte de Nemesio, marcó un antes y un después en la vida de Francisca. Tuvo que conformarse con la noticia del reconocimiento del cadáver que le dieran dos compañeros del muchacho que, así como llegaron, en mitad de la noche, desaparecieron sin dejar rastro. Dos días después de aquella visita nocturna y ya asumida la noticia luctuosa, La Bachaca emprendió viaje rumbo a la región central. Antes de salir, para no repetir la historia de Otoniel, entregó a Magaly, su colega y comadre, los papeles del local que desde la partida de El Ausente se había encargado de legalizar, la lista de contactos de autoridades locales y regionales a quienes acudir para resolver de forma expedita cualquier contingencia y una pequeña agenda a la que debía recurrir "solo en caso de estricta emergencia" (seis meses más tarde Magaly descubriría que su utilidad radicaba en los secretos gustos de alcoba registrados por Francisca con lujo de detalles, haciendo gala de una rigurosidad cronológica que despertó en Magaly una mezcla de envidia, aversión, temor y admiración hacia quien ahora era su mayor mentora y protectora). También le dejó el baúl, ya vacío, y la dirección de una casilla de correo donde debería enviar puntualmente cada mes la cuota de divisas que acordaron, cuya forma y periodicidad de recolección en el mismo momento le fue explicada.
Ya en la región central, Francisca llegó a un barrio donde alquiló una casita modesta de una habitación, al lado de una iglesia evangélica, conducida por un pastor que prontamente le dio una  cálida bienvenida a Franchesca, como se presentó ante la feligresía aquella madre soltera de tres chicos, que desde el primer momento se mostró presta va colaborar en todas las actividades, en retribución a las bondades que había recibido.  
A los tres meses una congregación jubilosa atestiguaba la feliz unión del pastor Rafael con Franchesca, a quien ya daban muchos en llamar La Pastora.  En cada oficio religioso se hizo costumbre no solo su presencia, sino que cada vez con mayor frecuencia era ella quien celebraba el oficio.  También organizaba tertulias de jóvenes, para la inserción de sus hijos en el entorno, visitas de caridad y jornadas de limpieza. Además, dos noches por semana, hacía labor social visitando los garitos y prostíbulos del centro de la ciudad, buscando a las almas más necesitadas, como solía decir; eran largas jornadas de trabajo, tras cada cual La Pastora se retiraba a reflexionar y escribir su diario de elevación al señor (que no era otra cosa que una versión mejorada y adaptada del registro que aprendiera a llevar desde su juventud), sentada en un viejo baúl que había comprado a su llegada a la ciudad, donde seguía atesorando los donativos amorosos que voluntariamente le eran donados en aquellas visitas.
La mañana de un domingo, recién celebrado el segundo aniversario de su boda, el pastor Rafael no se presentó para el oficio.  Franchesca y los chicos llegaron sonrientes, compartiendo con toda la feligresía la feliz noticia de su partida a misionar en Australia.  El vuelo habría salido la noche anterior y el pastor Rafael ya iría a mitad de camino.  No, no hubo despedidas por la premura, era una encomienda muy personal que Rafael, tan obediente como era, decidió asumir con discreción, ¡pero había que estar agradecidos y mantener funcionando la congregación!  
Y así fue, hasta hace dos meses, cuando Olinto, su tercer hijo -y primero ante su comunidad religiosa- le dejó una nota en la que ahora era la casa más elegante y pomposa del barrio ("si queremos que el señor nos prospere, debemos mostrarnos prósperos" le replicaba a quien opinara en contra de las reformas que iba haciendo y cerraba siempre agradeciendo a lo alto por las bondades de Rafael, con lo que se daba por zanjado el tema); la nota, escrita con un trazo irregular, confesaba su amor y nostalgia por Rafael, era una despedida y una confesión que La Pastora se negó a terminar de leer, dedicándose en su lugar a quitar todo aquel maquillaje y prendas de vestir femeninas del cuerpo inerte de su hijo, que yacía a medio sentar en el baño de la iglesia que pronto estaría llena de feligreses.  Era domingo, ¡qué otro día podía ser para, después del oficio religioso, contar a la comunidad el milagro de tan buenas nuevas!: Olinto había partido el día anterior a reunirse en misión con Rafael y ella y los dos chicos deberían asumir otros compromisos en los próximos días.  Hubo llantos, loores y alegrías. Y una cara de incredulidad y asombro al fondo del salón del templo, la de Dilcia, su mano derecha y más comprometida colaboradora.  La Pastora la trató de tranquilizar con una mirada e hizo un gesto para que la dueña de aquella cara se le uniera en la salida posterior.
Ya allí, mientras la feligresía se retiraba, Franchesca contó a Dilcia lo ocurrido y ante sus lágrimas, le pidió no llorar. La tomó de la mano y, juntas, se fueron a la casa familiar.  Le contó también los detalles de su inminente partida. Franchesca abrazó largamente a la mujer, de cuyas inclinaciones sexuales hacia ella ya sabía por los comentarios surgidos en las tertulias de la iglesia, y la razón por lo que la había elegido para llevar a cabo el siguiente cambio de su vida. Dilcia rompió en llanto. La dejo llorar casi hasta el desconsuelo y luego, separándola, la beso largamente en los labios, sin sentir mayor emoción que la que sentía al asear sus dientes cada mañana; sin embargo, sabía que este momento era crucial para terminar de capitalizar el afecto que había venido sembrando en Dilcia. Le prometió su amor incondicional, diciéndole que juntas harían cosas maravillosas.  Con otro beso la sentó en el comedor y, entre besos y un café terminó de darle las directrices de cómo regentar la iglesia.  Le entregó un pendrive con una lista de contactos y una pequeña agenda, para usar en estricto caso de emergencia.  ¡Y le dio otro beso! Y el baúl con la casilla de correo. Y las instrucciones.
La mañana del martes once se despidieron, no aceptaron que los condujeran a ningún lado.  Franchesca simuló secar una lágrima al dar la espalda a "su gente".  En la esquina, a escasos metros de la parada de taxis que los llevaría a su nuevo destino, Dilcia los esperaba sonriente, para despedir a su amada. Fue una despedida discreta, un abrazo suave y una ligera caricia en la mejilla, nada comparable con lo ocurrido la noche anterior, cuyo recuerdo era la causa de aquel renovado brillo en la cara de Dilcia.
Al atardecer del 11 de marzo, Franca llegó a Caracas con Levy y Marco Antonio, sus dos únicos hijos.  Tres días después, ya establecida en un cómodo apartamento al suroeste de la ciudad capitalina, se decretó la emergencia sanitaria por la pandemia.  Su ayuda no se hizo esperar y con la cuarentena en marcha, ayuda en la organización de la logística para la asistencia de los más necesitados, visita casa a casa, le brinda una oración y les lleva un poco de comida. 
Transcurridos dos meses de cuarentena -¡parece que fuesen más!-, a todos les agrada la ayuda de Franca, que se ha sabido integrar rápidamente a la comunidad, al contrario de sus hijos, que apenas saludan y que, por cierto, a través de las gruesas paredes se oye que se dedican a lanzarse maldiciones e insultos mientras compiten por el liderazgo en el último videojuego que proyectan en la Smart tv  que su madre les hizo instalar aún antes que los dormitorios.
Hoy hubo jornada de visitas y ayuda humanitaria. Son pocos los colaboradores, hay mucho temor, pero Franca, agenda en mano, está siempre dispuesta a arrimar el hombro al Ing. Raúl, que coordina las actividades.  Viene llegando, se le ve cansada, pero contenta.  Se siente satisfecha porque colabora desinteresadamente y porque, de paso,  ¡hoy le regalaron una agenda y un lindo baúl!
Y La Bachaca, muy por lo bajo, sonríe y recuerda el cuento:   "Ricitos de oro era negra como el azabache, y sus cabellos dorados semejaban un nido de golondrinas de heno secado al sol"...  "Francisca, mija tu naciste para ser diferente". Y mira su nuevo baúl viejo. ¡Y sonríe!


B. Osiris B.

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