miércoles, 27 de mayo de 2020

Antídoto

Escribí esto hoy

*Cuentos de la Cuarentena*

*_Antídoto_*

Ana María abrió los ojos lentamente, sorprendida por una confusa sensación de bienestar que le era extraña -y hasta dolorosa-, a la que no podía definir.  Hacía muchos meses que, al igual que cada uno de sus vecinos, ya era humo; pero no humo gris pizarra y pestilente como el que al inicio de la cuarentena llenó las calles de la ciudad, tampoco el humo gris claro -blanquecino- que les hizo llorar por tantas semanas, no... Ana María había decidido, ante la innegable certeza de su contagio, ser un puro y asfixiante humo negro intenso, que al andar dejaba una estela de hollín por toda aquella casa que, más que su hogar se le antojaba una atalaya desde donde divisaba a los irresolutos viandantes que salían a violar la cuarentena absoluta con la sola excusa de que ellos aún no eran humo.  Desde allí, con puesto preferencial, vio morir a muchos a manos de otros tantos que, siendo mitad humo, quisieron poseer su cuerpo.  Pero de eso ya han pasado tantos meses -¡años!- que a Ana María la tristeza se le viste de sonrisa  contenida, pues aún no sabe cómo llora o sonríe el humo negro y teme equivocarse.  Los recuerdos se disipan porque de nuevo esa indescriptible sensación embarga su nebulosa constitución; mira a la ventana y alcanza a ver, por la hendija que dejan las gruesas cortinas un resplandor extraño, casi enceguecedor.  Se levanta lentamente, hoy no enciende las improvisadas lámparas de combustible orgánico que aprendiera a hacer para iluminarse luego de la crisis energética. Camina, a tientas, hacia el balcón de su pequeño apartamento con vistas a la zona comercial del centro de la ciudad.  Esta vez lo hace no porque la oscuridad no la deje ver, sino porque un brillo extraño la enceguece.  Oye algarabía en las calles. Al abrir la portezuela que separa la salita del balcón, un dolor deslumbrante penetra el humo se sus ojos.  ¡Brilla el sol!  ¡Nuevamente, después de tantos meses de noche artificial, vuelve a brillar el sol!.  Ana María se tambalea y recorre muy lentamente los tres pasos que mide el ancho del que ha sido su palco de distracción por tanto tiempo.  Ahora reconoce esa sensación que la confundió al despertar, es aire limpio.  La algarabía, difusa ante la propia emoción, vuelve a llamar su atención.  Abajo, entre gritos y vítores, ve cómo se disipan, como a pedazos los seres de humo.  Una ráfaga de aire fresco la invita a respirar profundo. Una bocanada. Duele el pecho, ¡pero qué dolor tan delicioso y exultante! Otra bocanada, esta vez más pausada y lenta, cómo quien degusta un delicioso manjar.  ¡Sí que duele!  Y se siente como un hueco en el pecho, como el hueco que ahora tiene en lo que fuesen sus pulmones.  Otra bocanada, otro hueco. Y esa sensación -¿o certeza?- de ser más volátil y libre que nunca.  Una inhalación más -¡solo una más!, se promete falsamente a sí misma- y mira al sol.  Otro soplo de brisa fresca la invita a violar la promesa recién formulada.  Y el deseo intenso de ser nube se funde con el dolor que marca cada nueva oquedad en su existencia, tras cada exhalación.  Tocan a la puerta.  Traen el antídoto, o algo así gritan... "¡Aléjese del balcón!", grita una voz recia... "¡Vamos a entrar!", exclama quien parece liderar al grupo. Etérea y ya casi inexistente, Ana María se deja seducir por la frescura, por la luz, ¡por la vida!... Y respira.

Los rescatistas que, ataviados con trajes de aislamiento y protección de máximo nivel derrumbaron la puerta del pequeño apartamento de dos ambientes y un ventanal, encontraron aquella estancia regada de un polvillo negro, muy negro.  No hallaron a sus habitantes ni indicios de su existencia,  apenas pudieron ver un montoncito de hollín en el piso del balcón, justo antes de que una ráfaga de viento la hiciera volar en un remolino que se elevó hacia el límpido cielo.

B. Osiris B.

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