Bien era cierto que sentía que la noche había pasado y que el día se deslizaba como todos los días en la vida de una persona normal. Pero Rigoberta no quería abrir los ojos. Pensaba que lo mejor que podía ella hacer, era permanecer dormida, en su cama caliente y limpia y en perfecta quietud y silencio. Era como un pálpito que tenía.
Al otro lado del
cuarto, la familia la observaba. No comprendían el motivo por el cual
Rigoberta dormía tanto tiempo. Horas y horas quieta y casi sin
respirar. A ratos alguno de ellos, se aproximaba y la miraba aún más
fijamente. Temían que en un segundo se olvidara o decidiera no respirar
más y que ni siquiera se enteraran del momento del deceso de la querida señora.
El mal del sueño
pensaban unos, la depresión otros. Un dolor inmisericorde; tal vez.
Ella que era la única que lo sabía pensaba que había tomado la mejor decisión
del mundo.
Dormir, y no enterarse de todos los
males era bueno. No se sufría innecesariamente por cosas en las que uno no
tenía ninguna solución.
Patricia Lara P.
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