domingo, 16 de junio de 2024

Cuéntame un cuento


-Cuéntame un cuento  -me ordena el hombre con barba que está sentado en el sofá de mi salón -lo miro un tanto asombrado, algo molesto e incluso, finalmente divertido.   No sé porqué motivo me habla así. Apenas lo conozco. Quizá he cruzado con él un par de palabras y si acaso también un par de miradas.  Me sorprendo viéndolo primero y dirigiéndole la palabra después. Sonriente y con la ceja levantada empiezo.

- Un cuento... ¿Un cuento? A ver... Dígame usted, de qué le gustaría que le contara un cuento. O quizá usted quiera que yo le cuente algo. ¿De mi vida?  Bueno, como no me conoce, como yo tampoco lo conozco... Como obviamente no nos conocemos... Hmmm, difícil para mí saber qué quiere usted que yo le cuente. Y más difícil aún que yo quiera contarle algo.  Igual eso no importa, finalmente sí quiero hacerlo.  Bueno, hay que matar en algo el tiempo. Este tiempo que creemos que matamos pero que es finalmente el que nos termina  matando a nosotros. Quiero decirle por ejemplo que hubo una vez un hombre viejo, con barba, que se sentó en mi sillón y sin más ni qué, me exigió que le contara un cuento. Y que yo decidí hacerlo. Yo, le hablé de su vida, La vida del viejo con barba que se sentó en el sofá de mi salón, yo le construí una historia. Su historia. Le di en sus años mozos una esposa hermosa, una mujer que fue su primer y único amor, la que le dio el sí, cuando él apasionadamente se arrodilló a sus pies y le ofreció no solo un anillo, sino su vida entera. La que le dio unos hijos generosos y sanos,  unos muchachos que los llenaron de orgullo con sus logros académicos primero y profesionales y laborales después, le hablé de su familia. De cómo crio a sus hijos, de lo mucho que amó la rubia cabellera de su mujer, sus labios turgentes, el brillo de sus ojos.  Le conté cuántos sacrificios hizo para poder  sacarlos adelante. Le conté cuán alto llegó en la empresa en la que trabajó toda la vida, le mostré cómo cada uno de sus hijos partieron  al formar sus propios hogares. Le hablé del cementerio, de la tumba siempre limpia de abrojos, de las flores que cada 17 de agosto le lleva a su difunta esposa. Margaritas blancas  con el corazón dorado.  Tan iguales a ella, además desde siempre sus flores favoritas. 
El hombre me escuchaba sin modular palabra. Cada una de ellas había calado en su interior de diferentes maneras. Le hacen saltar el corazón o prácticamente detenerlo. Respira rítmicamente o con locura según el instante del que le hable.  Yo, desde mi rincón a la par que le refería él cuento, también  lo observaba.  Notaba sus manos crispadas a veces, flácidas otras tantas. Observaba el brillo de sus ojos algunas veces febriles. Asimilaba su rítmica y acompasada o a veces agitada respiración.  De todas formas yo no paraba de contar.  Finalmente él era el que lo había pedido perentoriamente.  Y claro, ahora que tenía  su atención yo no quería dejar de hacerlo.  Finalmente la historia de ese hombre era la mía propia.  Yo era el fantasma que lo acompañaba diariamente.  Yo le proporcionaba  los pocos momentos de lucidez que él tenía.  Yo era el fantasma de su pasado hecho carne. Me di cuenta de eso, en tan sólo un instante de lucidez,  ocasionado quizá por la luz que encendió el enfermero al entrar en mi cuarto y poder en ese mismo instante observar, mi barba, mis ojos iluminados por el instante mismo de la conciencia de saber que era yo, que mi cuerpo, mi cara era los que se reflejaban en el espejo.
Cuéntame un cuento... Le dije.

Patricia Lara P

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