lunes, 30 de agosto de 2021

2021

 

2021


Se mudaron en agosto de 2020 o algo así, en pleno apogeo de la crisis por la cuarentena y en medio de la crisis para hacer frente a la pandemia.  El humo de los muchos incendios dispersos en la ciudad no permitió percibir con claridad el  el vaho que emanaba de sus pertenencias, muchas de las cuales fueron arrumadas en el balcón.  En el hastío de  mi encierro, me pareció hasta divertido curiosear sin desparpajo desde la ventana de mi dormitorio todos aquellos objetos peculiares que, sin ningún cuidado, fueron abandonados en el polvoriento piso del ala derecha del balcón del apartamento.

No, no me da vergüenza decir que atisbé descaradamente desde mi ventana.  No, no es una indiscreción, es apenas un derecho que me asiste como habitante del piso superior, diseñado -según me había auto convencido- con toda la intención de proveer de una fuente de distracción gratuita, a cuenta de los arquitectos e ingenieros constructores del edificio en el que habito y ahora padezco, por pertenecer a esta selecta clase de descastados cuyo derecho a ver el paisaje urbano fue transado por el de husmear en las vidas ajenas de sus vecinos, en provecho de una fracción del metraje total de un piso tan bien ubicado y con fácil acceso a la avenida y a los centros de interés del área.

Desde mi palco de observación pude ver dagas de diversos tamaños, cuencos de madera y recipientes manchados de tonos rojo cobrizo y marrón y cruces metálicas de un color grisáceo que denotaban cierto aire de antigüedad,  Todo era muy llamativo, novedoso y -dadas mis recientes circunstancias de encierro y aislamiento- curioso y hasta emocionante.

El entretenimiento mejoró con los gritos y alaridos nocturnos que acompañaban las bacanales a las que acudían cada seis u ocho días unos personajes muy extraños, ataviados con los más variopintos disfraces, que incluían desnudos, tatuajes y alguna especie de _body paintings_ que más parecían heridas sangrantes, lo cual hoy -visto en perspectiva-  me parece cada vez más creíble.

Ya para diciembre mi emoción por la novedad había dado paso al asombro y al temor.  Las reuniones se hicieron más frecuentes, a pesar de las estrictas normas de distanciamiento social. La silenciosa violencia, que presumía, ahora eran hechos consumados que desde mi ventana pude presenciar, ya con la discreción que motivaban el temor y la necesidad de autopreservación luego de que, durante la ceremonia que celebraron la última noche de octubre, la mirada penetrante del hijo menor de mi vecina me sorprendiera observándoles desde la penumbra de mi habitación.  Sus ojos, fríos y brillosos, se fijaron en mí en los más largos siete segundos de mi vida, dejándome sin aliento y totalmente petrificado. La noche fue larga y tormentosa y, aunque ya no me atreví a mirar, los ruidos de golpes y cortes, el borbotear de la sangre y los gritos ahogados me dieron una clara idea de la tesitura de la reunión.  
A la mañana siguiente me despertó un sobresalto y la sensación de asfixia por el aire viciado. Se oía mucho movimiento. Mi curiosidad le ganó a mi sensatez y volví a asomarme descaradamente a la ventana, en la esperanza de que la vergüenza, o algún tipo de prejuicio -¡tonto de mí!- contuviera a los del piso inferior en lo que fuera que motivaba la quema y todo aquel ruido y ajetreo. De nuevo me topé con la mirada diabólica de la noche anterior y el pánico que me infundió la presencia silenciosa de aquel adolescente que, entre vigilante y autoritario, permanecía parado en el rincón más distante de su balcón, desde donde dominaba la panorámica de la avenida y las dos ventanas de mis dormitorios, hacia las cuales dedicaba toda su atención.  Inmóvil y sin aliento, permanecí viendo los cuerpos mutilados, los trozos de carne humana y algunos otros restos orgánicos que eran molidos por la dueña de la casa en un procesador de alimentos que ella, la señora que en las noches clamaba por sus hijos entre llantos y alaridos, había acomodado en una mesita allí mismo en el balcón, entre la batea y la ruma de objetos utilitarios que formaban el instrumental necesario para sus rituales en los que, según he podido entender, daba cuenta de la vida de indigentes y jóvenes que, sin miedo a la pandemia, salían por las noches en busca de un poco de diversión.  No puedo recordar nada más de esa primera mañana de noviembre.

Ya es año nuevo, la segunda ola de contagios ha acentuado el encierro y apenas soporto la fetidez de los restos que acumulan en el balcón mis vecinos. Ya me sofoca el humo del eucalipto que queman a toda hora para enmascarar el olor de los restos humanos.  Llevo más de quince días sin dormir, el humo, las risas macabras, los llantos y las súplicas,  la música sacra sonando por lo bajo y el temor a que mis extraños vecinos me asalten trepando desde su balcón, me han espantado el sueño.  El loro, ¡el maldito loro que trajeron de occidente!,  repite los cánticos y lamentos desde el amanecer, mientras cojea por el balcón, picoteando entre los restos humanos que sobraron del más  reciente aquelarre.  Su dueña, como de costumbre, entona alabanzas y cantos religiosos a voz en cuello, como si con ello quisiera expiar los pecados cometidos en los recurrentes conciliábulos  celebrados a su abrigo.  Su tono es igual de chocante que cuando vocifera en sus arengas  nocturnas. El loro canta, repite las oraciones y clama: ¡mis hijooos!  Tengo curiosidad, pero ya no me acerco a las ventanas.

Las nubes de moscas que se cuelan por las hendijas de las ventanas colonizan mi sala.  Dos mil veintiuno, es el año dos mil veintiuno (necesito repetirlo varias veces al día) y yo me siento viviendo en la edad media o peor. Esta noche es luna llena y ya les oigo preparar los trebejos y el altar.  Hablan por lo bajo y reniegan de la segunda ola y de cómo la gente desconfía de la presencia de extraños en cualquier local.  Hay sospechas y recelo por la ola de desapariciones que ha venido en aumento en el último mes, así que no abundan los "invitados voluntarios". Necesitan a alguien más esta noche.  Creo oír mi nombre.  El loro repite mi nombre. El loro canta y dice mi nombre. El loro clama por sus hijos.  Dos mil veintiuno, es el año dos mil veintiuno (necesito repetirlo varias veces al día).   Oigo la  puerta de la vecina abrir y cerrarse...  ¿Son niños los gritan y corean?  Los tapones de silicón que introduje en mis oídos no me dejan distinguir bien los sonidos lejanos. Camino en puntillas a la sala, espantando las moscas, respirando cortamente y evitando toser por el humo que nuevamente inunda mis pulmones y me ahoga.  Apago las luces. Espero en silencio.   Tocan a mi puerta.  No me atrevo a contestar.  Son ellos, puedo oír sus risas y oler su nauseabundo perfume.  

No sé cómo levantar estos trozos de mi cuerpo, que se confunden con los suyos.  Hice lo que pude. Mi ventana está rota, desde acá puedo verla entre los rostros de los niños que me miran asombrados y lloran frente al extraño que sangra copiosamente sobre su piñata, cuyo contenido está parcialmente esparcido bajo mi torso..  Con un gesto les pido que callen.  No obedecen.  Veo plumas verdes en mi mano izquierda. En mi derecha yace un loro del tamaño de un pavo. El loro pesa. Huele a pollo frito, ¿o es a loro muerto? No hay nada que hacer, el cansancio me agobia. Por fin podré dormir.  Cuando despierte me armaré de valor e iré a la farmacia, necesito reponer mis medicinas.  También llamaré al Dr. Calzón, mi psiquiatra, creo que no le agradecí  suficientemente que me recomendara esta residencia.

Dos mil veintiuno, es el año dos mil veintiuno (necesito repetirlo varias veces al día).


B. Osiris B.

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