Tuvimos un árbol frente a la casa. Era un
gran naranjo, cuando compramos la casa ya estaba ahí, se veía atacado por
alguna enfermedad propia de los árboles pues una lama blanca lo empezaba a
cubrir todo y por más intentos que hicimos de salvarlo el murió.
Me imagino que no solo por la enfermedad sino
también por la vida. Porque todo lo que nace tiene que morir en algún
momento y seguro ya había llegado su hora.
Como hicimos tantos esfuerzos por salvarlo no
podemos decir que él mismo no hizo esfuerzos por vivir. A lo mejor amaba
la vida y amaba sentir el calor del sol en sus hojas y frutos y además seguro
también amaba sentir el agua deslizarse por su tronco y sus ramas; para saberse
vivo y vital.
Él cada vez que íbamos a la casa nos
obsequiaba unas naranjas dulces, amarillas, gorditas, jugosas y deliciosas.
Las aves hacían nidos en sus
frondosas ramas y las mariposas se regodeaban con el néctar de sus
flores; los rayos dorados del sol bailaban entre sus hojas. Además las chicharras cantaban al
atardecer hasta casi dejarnos sordos y locos pero felices.
Las chicharras tienen esa característica. Su canto
parece ruido pero al cabo de un rato ya uno no escucha ni ruido ni canto y solo
los pensamientos llegan a raudales.
El naranjo aquel nos regalaba también su sombra y
una imagen de entrega y generosidad tal que a veces algunos seres humanos. Aquellos que queremos aprender de lo que
observamos aprendimos también. Para ser
buenos no tenemos más que imitar a los otros.
No solo las personas -pues algunas no son lo que deberían ser- sino a la
naturaleza.
Las plantas incluidas; ya que yo del naranjo aquel;
aprendí el valor que tiene lo que damos con entrega total y por el solo gusto
de dar.
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