lunes, 23 de marzo de 2020

El sarcófago


EL SARCÓFAGO
“Las pasiones que inclinan a los hombres hacia la paz son el temor a la muerte; el deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida confortable; y la esperanza de obtenerlas por su industria.” Tomás Hobbes. Leviatán.

Eran las tres de la tarde, o eso creía Aura. Había dejado de mirar su reloj unos cuatro o cinco días antes, pero la posición del sol en lo alto del cielo le permitía calcular la hora. Había dejado de importarle si era domingo o jueves, y solo se bañaba cuando sentía que su piel empezaba a resecarse en exceso. Lo hacía a cualquier hora del día o de la noche, igual que alimentarse. Todos los hábitos que había adquirido en sus cuarenta años de vida, habían quedado afuera de la puerta de su apartamento cuando la cerró por última vez, doscientos cuarenta y cinco días atrás.
Todas las estancias del apartamento de cincuenta metros se encontraban perfectamente iluminadas, irradiando una alegría postiza de la que Aura no se dejaba contagiar ni en sus días de mejor humor. Mantenía las ventanas abiertas por recomendación médica, aunque su salud mental requería no saber si era día o noche, invierno o verano. Hubiera preferido clausurarlas indefinidamente, para que por ellas no se colara el aire carente de smog pero abundante de desasosiego. Esa era la contaminación ahora que no circulaban casi personas, ni vehículos, ni personas en sus vehículos: El desasosiego que impregnaba hasta los productos que le llegaban a domicilio, cada vez en menor cantidad.
Le bastaba con tomar una bolsa de arroz del balde que le dejaban afuera de la ventana del parqueadero con sus provisiones, para sentir cómo le recorría por el cuerpo el sentimiento de zozobra que circulaba libre por las calles de su ciudad. Incluso cuando tenía algún contacto con las pocas personas que podían salir del enclaustramiento impuesto por el gobierno, todas coincidían en una misma cosa: No se sabía si era peor estar encerrado o tener que salir a untarse de la pesadez del ambiente, del aroma a muerte que ocupaba cada esquina.
Era esbelta, de largas piernas torneadas y morenas que sostenían un cuerpo envidiable. Senos aun firmes, abdomen aceptable, y una larga cabellera negro azabache que ahora, por comodidad, permanecía recogida en una moña. Había entendido por fin lo que sus múltiples visitas a los centros de reclusión criminal no le habían enseñado: Convivir con uno mismo no es fácil, por eso las personas ocupan su tiempo en desentenderse de sí mismas, y en fijarse metas que en muchas ocasiones tienen más de voluntad social que de convicción propia.
Cuando las películas dejaron de ser nuevas, los libros de su biblioteca fueron leídos y re leídos, y las conversaciones telefónicas se agotaron, solo quedó ella misma, y fue aterrador. Noches enteras de insomnio le habían puesto por delante un escaneo de su propia vida, y en el acorralamiento de los muros que tanto se había esforzado en adquirir, comprendió que el virus no era ese que la mantenía aislada, no era el que estaba matando gente en todos los confines de la tierra, el virus había llegado mucho antes y se había instalado en ella de forma imperceptible. Algunos lo llamaban éxito.
Por recomendación de su terapeuta se había alejado de la televisión y de las redes sociales. Aunque necesitaba mantenerse ocupada, era mayor el efecto nocivo que tenían en su ansiedad todas las noticias de lo que sucedía afuera, que el beneficio que le reportaba el contacto con el mundo exterior; pero ese día, según le había dicho por teléfono su hermana, no solo se hablaría del número de muertos por la epidemia, por hambre o por riñas callejeras en búsqueda de comida, sino que se haría un anuncio importante, ¿sería posible que luego de casi un año, al fin terminara todo?
A esa hora estática en que Aura, alejada de la ventana por supuesto, apreciaba el cielo azul, se esperaba a nivel internacional una alocución conjunta de los líderes de cada país, que anunciarían en una sola voz con eco hasta El Olimpo, la noticia que esperaba la humanidad con la respiración entrecortada.
Los penetrantes ojos grises de la mujer auscultaban el espacio vacío entre su silla y un mundo que ahora parecía irreal y lejano, como si los treinta y cinco años que recordaba hubieran sido una ilusión, y la vida real fuera la que transcurría en este instante de observación interminable.
En la soledad de su confinamiento auto impuesto al principio, y después ordenado por los gobiernos, la Aura del diecinueve de marzo desapareció, como si se hubiera quedado afuera del 301 junto con sus comportamientos aprendidos. No solo levantarse a cualquier hora, comer cuando sentía hambre y bañarse apenas algunos días de la semana, eran ahora parte de una rutina estructurada de vuelta a una falsa barbarie; también algo dentro de ella era diferente: Parecía tener razón Rousseau, y ser la sociedad la que demoniza el humano. ¡Cuán equivocados estaban Hobbes y Maquiavelo entonces!
El aire era cálido, veraniego. Se colaba un olor a sopa que impregnaba la sala de estar. Al fondo, a espaldas de Aura, el televisor encendido parecía ser lo único “vivo” en el lugar. Voces ansiosas grabadas desde las residencias de los periodistas anunciaban que en pocos instantes comenzaría la anhelada intervención. Aura continuaba con la mirada perdida.
Al menos veinte de sus cuarenta años los había dedicado a sus estudios, y luego, los quince restantes a forjar su carrera y obtener una buena posición profesional, para finalmente estar ahí en ese instante, como cuando tenía cinco y ninguna preocupación. Los comportamientos eran similares, la ausencia de angustia no, aunque no había duda de que esos doscientos cuarenta y cinco días la habían obligado a manejar la ansiedad, esa ansiedad propia de una cuarentona soltera, abogada y nacida bajo un signo de fuego.
Sonó el himno internacional, y un escalofrío profundo atravesó la humanidad de la mujer haciéndola volver de su trance. Con pasmosa lentitud se levantó de su silla y se dirigió cansina hacia el sofá frente al televisor. Sus ojos grises, relucientes por naturaleza, brillaban aún más por las lágrimas que comenzaban a asomarse. En pantalla múltiple aparecieron los dirigentes de veinte países, los que cabían en las setenta pulgadas de su televisor. Todos tenían rastros de haber llorado.
La transmisión no era de la mejor calidad, se entrecortaba por momentos y llegaba a destiempo a las diferentes casas. Aura lo supo cuando escuchó que el televisor de sus vecinos tenía la señal más adelantada que la suya. Aunque las voces no sonaban claramente, se percibía que su audio era anterior. Decidió cerrar la ventana.
Telefónicamente Sabrina, su hermana mayor, le había dicho que las pocas personas que había visto a los alrededores del edificio llevaban ropa elegante, de gala, en señal de que ese día algo importante, algo diferente por fin ocurriría. Igualmente le había contado como detalle adicional que todas las prendas eran oscuras, de lo que Aura dedujo que cumplían un doble propósito: Ser lo suficientemente apropiadas tanto para una celebración, como para un funeral. Ella en cambio vestía una pantaloneta púrpura con pequeños girasoles blancos estampados, y una camiseta negra que no recordaba si estaba usando desde ese mismo día o desde el anterior. La Aura que estaba afuera de su puerta desde marzo, se había quedado también con su afición a los trajes elegantes y su obsesión por la moda y las prendas de marca.
El delgado brazo de Aura se estiró para alcanzar el control remoto, ubicado en la mesa que estaba en el costado derecho del sofá rojinegro; y con sus estilizados dedos de pianista que no sabe tocar el piano se hizo a él empuñándolo como si fuera un arma. Blandió el control como una espada y amenazó teatralmente al televisor frente a ella, pero la única herida que logró provocar fue un volumen exagerado que llenó de sonido cada espacio de la casa. Su dedo pulgar con la uña ya sin decorar dejó de oprimir el botón.
Al terminar la última estrofa del himno que había sido compuesto y masificado como señal de unión contra la crisis, los veinte mandatarios que se alcanzaban a ver en pantalla comenzaron a emitir el mismo discurso a una sola voz, como si lo hubieran ensayado cientos de veces para que al menos hubiera algo perfecto en esa imperfección que sin documentos ni permisos traspasaba fronteras a diestra y siniestra. Las expresiones de todos eran rígidas. De ellas no se podía extraer ningún indicio, y los rastros de llanto bien podían indicar lágrimas de alegría o de tristeza.
Tras unos cinco minutos de intervención, en la que se resumió el curso de los acontecimientos hasta ese preciso momento de noviembre, algunos de los que aparecían en pantalla no pudieron contener el llanto, y mientras continuaban con la lectura del comunicado, dejaron ver sus muecas de horror. Ya estaba claro.
Aura se alegró. Era justo lo que había estado esperando por meses: Que se diera una respuesta, que se acabara la tormentosa indefinición a la que estaban sometidos. Corrió hasta su habitación con una amplia sonrisa dibujada en el rostro. Si alguien la hubiera visto, probablemente la hubiera tenido por loca o por terrorista, y tal vez lo era por pensar que la muerte era mejor que la indeterminación.
Revolcó el clóset lanzando ropa por todos lados. Necesitaba encontrar no lo más apropiado o elegante, eso lo había dejado atrás; quería hacer de esa fiesta algo tan suyo que necesitaba vestirse con lo más representativo que encontrara y que la hiciera sentir ella misma. Halló en el fondo el buso de lana que su mamá le había regalado diez años atrás y que aunque nunca usaba, era la prenda que con más celo guardaba y que llevaba de mudanza en mudanza dentro de la caja que marcaba como “delicado”. Era rojo y estaba lleno de motas, pero curiosamente todavía tenía impregnado algo del perfume de Estella, su madre. Afanada se lo puso y lo acompañó con una sudadera negra y los converse que alguna vez habían sido blancos y ahora eran una mezcla exótica entre crema y café.

Su sonrisa era ahora visible. El tapabocas había quedado atrás, y mientras a su alrededor solo se escuchaban lamentos, ella sollozaba de felicidad. El pórtico chirrió al abrirlo, parecía llorar de olvido. Aura caminó ligera hasta su carro y sin detenerse en el caos de las despedidas que atiborraban todo a su paso, se enfiló a la suya propia.
Por esos días la tierra se convirtió en un enorme sarcófago, tal vez el más grande que el universo hubiera conocido. Los confines terrestres perdieron valor, y ya no importaba si se estaba a un lado o al otro de un territorio, el cielo lloraba con igual intensidad sobre los cuerpos putrefactos.

Lina Marcela Gabelo





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