*Cuentos de la Cuarentena*
R.I.P Maestra Nadia
Nadia encendió en su patio el montón hecho con las 467 enciclopedias que con mucho esfuerzo había comprado para poner al servicio de los niños de su barrio en el pequeño cuarto habilitado como biblioteca gratuita comunal. También sumó los cuentos, las guías de estudio, una que otra mesa de madera, el pizarrón y varias banquetas de pino, también aportadas por ella, cuando aún soñaba con que a los niños -y a sus padres- les hiciera ilusión leer y aprender por el puro gusto. La maestra retirada (por la fuerza de la pandemia) regó el montículo con aceites esenciales y con un poco de otros materiales combustibles, pero inocuos, que también había comprado, en la esperanza de enseñar ciencias en su bien cuidado local, ya desierto desde hacía más de un año, un poco por los rigores de la cuarentena, y mucho más por el desapego de la gente a eso de estudiar, leer o investigar. Encendió con una mezcla de nostalgia y esperanza la pira funeraria de su vocación docente, encerrada entre cuatro bloques de concreto, para concentrar el calor. Mientras el fuego subía y hacía brasas, amasó manteca, harina de trigo, leche, levadura, vainilla, azúcar y canela, ¡tanta como pudo y como tenía! Puso la masa a un lado, mientras los vecinos y sus hijos, ataviados de una diversidad de tapabocas, se asomaban por encima del medio muro que resguardaba el patio. Ella, acostumbrada a andar entre miradas curiosas, siguió en sus quehaceres: ralló chocolate amargo, armó unos pinchos de vegetales con algunas, papas, pimientos y cebollas y los puso a marinar en una gran bandeja.
Al cabo de un largo rato, volvió sobre la masa y allí, frente al cada vez más numeroso grupo de fisgones que se hablaban a más de un metro de distancia, moldeó y horneó deliciosos roles de canela y pinchos vegetarianos que inundaron de provocativo olor toda la barriada.
La gente, ávida por saber y probar, comenzó a traer troncos viejos, banquetas, sillas plegables y almohadones para sentarse frente al muro del patio de la maestra. Y Nadia, desde el fondo de su patio, les habló de mezclas homogéneas, de intercambio de calor, de levaduras y sabores. Y allí, a la sombra de un viejo mango cargado -como ella- de frutos para compartir, vieron, en sus vasos de guarapo de papelón con limón y abundante hielo, la cotidianidad del cambio de estado de la materia y cómo calcular de forma sencilla los costos de producción y el precio de un producto. Y habló de ofertas y promociones, mientras ofrecía el pintoresco combo de ese día. Como colofón, hizo origami con papel kraft y antiadherente, armando lindas bolsas para llevar.
Nadia vendió todos sus pinchos, sus roles de canela y los cuatro termos de papelón con limón con una naturalidad totalmente inusitada en lo que fue la inauguración de su nueva vida y, mientras se despedía agradecida, agendó citas para asesorías de emprendimiento de algunos vecinos, anotó pedidos para envíos a domicilio ¡y hasta vendió mangos de su querido árbol!
Caída la tarde, recogió las cenizas cuidadosamente, las colocó con mucho cuidado en el depósito lateral de una pequeña caja de música que guardaba desde su adolescencia y, con trazos finos de pintura dibujó una delicada cruz adornada con coloridas flores. Al pie de la cruz, en letra diminuta, una leyenda: _R.I.P. Maestra Nadia._
B. Osiris B
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