martes, 6 de octubre de 2020

Ruido

_Ruido_


El día 213 del confinamiento, Marisela se levantó decidida a hacer algo diferente. De camino al lavabo, se detuvo a mirar en el espejo unas pronunciadas y oscuras ojeras, producto de tantas noches sin dormir, perpleja ante tantas noticias y estadísticas infaustas.  Al girar tropezó con algunos de los envases vacíos de jugo, leche y cereal que había ido dejando regados aquí y allá; trastabilló y, por muy poco, evitó dar con el rostro en el grueso marco de la puerta. 

Tomó una toalla limpia del  gabinete minimalista ubicado a la izquierda de la pequeña estancia adornada con círculos blancos y negros. También tomó una pastilla de jabón nueva, a pesar de tener una ya en uso.  Se quitó la pijama, colgándola junto a la toalla en las perchas negras adosadas a la pared, y se sentó en el borde de la taza, mirando al vacío, mientras retiraba el empaque de la pastilla de jabón. Siguió mirando, sin ver, hacia algún punto en el piso.  Aspiró con fruición el aroma fresco, delicado y frutal de la pastilla. Se levantó lentamente, como sin percatarse de su propia presencia.  Abrió las llaves, regulando la temperatura a un punto menos que tolerable. Se dio una ducha larga, pausada y meticulosa, ya no por miedo, sino por gusto.

Transcurridos unos veinte minutos, Marisela salió de la ducha destilando agua. No usó la toalla. Así, desnuda y empapada, comenzó a recoger todo lo que -a lo largo de doscientos trece días- había ido dejando aquí y allá. También apagó la TV en el dormitorio, desconectó la radio y el despertador del estar, apagó la regleta que surtía de electricidad a la PC y la tableta (las que también apagó). Le quitó las baterías al radiecito despertador del pasillo, mientras barría y recogía los desechos en sendas bolsas de desperdicios orgánicos e inorgánicos. Apagó su teléfono móvil y desconectó el microondas, la nevera y el timbre de la puerta. Igual suerte corrieron el teléfono fijo, el codificador del servicio de cable, el reproductor multimedia, el equipo de sonido y el teatro.

Buscó las llaves y abrió la puerta y la reja.  Con gran esfuerzo, arrastró las bolsas hacia la entrada, dejándolas allí, mientras se dedicó a limpiar a conciencia -a puertas y ventanas abiertas- cada rincón del amplio apartamento.  No faltó detergente ni agua caliente.  Estás habitaciones la atormentaban y había que disminuir todo el ruido visual, acústico, olfativo y tecnológico que la atormentaba.

Dos horas después, aún desnuda, Marisela se dio otra ducha, esta vez solo usó jabón líquido y champú con fragancia de manzanas. Tampoco usó la toalla al terminar y, como si todo el esfuerzo por dejar limpia y reluciente cada área del apartamento le valieran un bledo, salió del baño dejando una húmeda estela en su recorrido hacia la puerta de la calle, que había permanecido abierta todo este tiempo.

Asió los bordes de ambas bolsas y los retorció para facilitar la maniobra de arrastrarlas por el largo pasillo. Las desplazó, no sin esfuerzo, hacia el cuartito de faena, metiéndolas a empellones por la boca del bajante (Marisela siempre pensó que no había proporción entre la abertura y la luz total del bajante, lo que comprobó una vez más al oír caer con libertad cada bolsa de desperdicios).  Regresó lentamente, sintiendo la brisa fría en su cuerpo desnudo mientras desandaba el camino hacia su morada, sin sentir temor alguno de que algún vecino pudiera verla... ¡total, todo eso de las normas y las convenciones también eran simple ruido!

De regreso, Marisela cerró silenciosamente reja y puerta al entrar. Fue a la ducha, se dio otro baño (esta vez con solución yodada y líquido antibacterial, y luego con el jabón con fragancia de manzanas que tanto le gustaba). Misma temperatura del agua.  Misma rutina de lavado a conciencia.  Tomó la toalla y se la terció al hombro. Aún largando hilos de agua, tomó otra de esas pastillas con delicioso aroma a manzanas. Se encaminó al balcón, dando un giro por la cocina, donde tomó un pequeño cuchillo de mondar frutas y un mantelito individual.  Ya en el balcón, tendió la toalla que nunca usó para secar su cuerpo aún mojado y desnudo.  Libre de todo ruido, se sentó en flor de loto, colocando frente a sí el individual, dónde posó el cuchillo y la pastilla de jabón. Tronó sus dedos, se estiró un poco y,  con la misma pausa en sus movimientos, comenzó a trocear el jabón, comiendo con entusiasmo cada pequeño trozo, cerrando los ojos e inhalando profundamente para disfrutar del silencio, de los rayos de sol y de aquel dulce aroma de manzanas frescas.

B. Osiris Bocaney

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