Ese 4 de septiembre
Lo recuerdo como si hubiera sido hoy.
Me desperté como siempre; el reloj sonó, abrí mis ojos, mire al frente,
un poco asustada (no he podido acostumbrarme a despertar abruptamente), sentí
el cuerpo cálido a mi lado y percibí que lo cotidiano ahí estaba. Me sentí entre tranquila y un poco
amargada. En serio necesitaba ponerle más
de sal a mi vida. Quería sentirme viva
de nuevo, quería que el día fuera realmente diferente. Pero no.
Era el mismo de siempre. El que
se repetía una y otra vez. Hice las
oraciones, si es que a eso que yo hacía se le podía llamar de esa forma. Es decir, hablé con Dios y le expresé mis
deseos terrenales; mundanos. Pensé en
todas las cosas que tenía pendientes por hacer y las fui ordenando cronológicamente. Como no solo pienso en quehaceres de la casa,
pienso también en alguna historia para escribir. Recuerdo la cita en la peluquería. Me gustan mucho esos momentos. Son como caricias para el alma que te dan
extraños, ya que en la casa escasean.
Planeo también actividades para realizar en la reunión familiar próxima,
pienso en la cena. No las disfruto en
realidad. Para ser sincera debo admitir
que amo la soledad, que a veces la gente me estresa debido a esa necesidad de
opinar de todo. De considerar que sólo
lo que ellos hacen o piensan es lo correcto.
Pero… Recuerdo que debo comprar
abono para mis plantas, que deseo adquirir una orquídea para iniciar como
tantas otras veces inicié; una colección.
Mi mente divaga, es lo normal en mí.
Vuela, va y viene y no se detiene.
De pronto me doy cuenta de mi cuerpo estático. Ya no respiro. Ya no hay afanes. Mi vida terminó.
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