martes, 28 de septiembre de 2021

Limbo


Limbo

¡Soy un fantasma!  ¡Soy un puto fantasma invisible e inaudible, pero no inmaterial, condenado a vagar del portón al ascensor, y viceversa! Mi cuerpo está en una alcantarilla del sótano de mi edificio, dos niveles por debajo del estacionamiento subterráneo, secándose en una mezcla de cal viva, hipoclorito sódico, y amonio cuaternario, cubierta por una gruesa capa de granzón y escombros que oportunamente desecharon algunos vecinos.

Nadie me extraña, tal vez porque nunca fui muy sociable y mucho menos buen vecino. Nadie me extraña, ¡nadie!  ¡Y estoy muerto y soy un puto fantasma! Nadie me ve, nadie me oye, pero todos me tropiezan, se golpean contra mí, trastabillean con mis cadenas y voltean a ver, buscando qué les hizo tambalearse.  Trato de evitarles el mal momento, pero estas pesadas cadenas apenas se mueven cuando lo intento (¡ja!, ¡maldito Dickens, maldito Scrooge, que me hicieron creer en vida en la volatilidad y ligereza de el estado fantasmal, maldito Maupassant, maldito Horla!... ¡Malditos cuentos de terror que me hicieron soñar con un limbo ingrávido y divertido esparciendo el terror a mis anchas!).  ¡Odio mi vida fantasmal y odio estas endemoniadas cadenas!  Son como un yugo autónomo, dotadas de una maligna intención, que me arrastran por este pasillo durante el día. Se desplazan a voluntad, llevándome de un lado a otro a su conveniencia: en las horas de poco tránsito recorro a grandes zancadas los ciento cincuenta metros de longitud de este pasillo del edificio en el que viví.  Si baja un vecino con su mascota, allí me llevan las cadenas, ¡justo al lugar donde el bichito va a depositar sus evacuaciones!, y me convierto en receptor de sus desechos, que cada día suman intensidad a esta fetidez que me acompaña (¡otra puta ficción desmontada: los fantasmas tenemos olfato y también olores fétidos y nauseabundos!). En las horas de mayor circulación, mis cadenas me anclan en el ascensor: en la puerta, para hacer caer y tropezar a ancianos, embarazadas y niños, o en la cabina, si hay alguien que osa quitarse el tapabocas, para que la saliva que expulsa al hablar caiga sobre mi rostro.  He salido solamente diecisiete veces, una por cada fallecido en el edificio durante la pandemia: me han arrastrado a sus apartamentos, obligándome a yacer en su lecho de muerte y acompañar sus cuerpos hasta el horno crematorio.  Allí las cadenas se tornan rojo vivo y abrasan mi cuerpo, causándome estas ampollas que no dejan de supurar.  Luego regreso caminando todo el recorrido y, aunque el cansancio y el calor me sofocan, no puedo parar de andar hasta llegar a la planta baja del edificio donde viví los últimos veinte años de mi vida, para volver a esta rutina de desatinos.

Veo a mi vecino, el que de roba los autos, el que me quitó la vida al inicio de la cuarentena en el sótano porque temió que yo le descubriera mientras extraía cauchos y reproductores de sonido (¡al fin supe quién es!), y no puedo detenerlo, las cadenas me llevan a donde guarda su alijo, haciéndome cómplice de sus vandalismos.  También me hacen subir en carrera  los dieciséis pisos hasta el apartamento de Lucía, su mujer.  Me sientan en su sofá, mientras el ebrio de su marido las muele a golpes a ella y a su hija, sin que yo pueda hacer nada para evitarlo, como tampoco lo evité en vida porque cuando oía sus gritos, subía el volumen a la TV.  Permanezco allí hasta que se desmayan o él se larga dando un portazo.  Lloro, mis lágrimas me escuecen las quemaduras del rostro, quisiera morir, pero ya estoy muerto.

B. Osiris Bocaney

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