Lo vi pasearse de un lado al otro en la sala de espera. Ya lo había visto unos días antes en cita de anestesiología en el mismo lugar. En aquel momento me fije en su esposa. No muy alta, entrada en carnes y tranquila; lo que contrastaba mucho con la intranquilidad de su marido.
El día de la cirugía, él se paseaba como lobo enjaulado, se acariciaba
la cabeza e iba de un lado al otro de nuevo.
Hablaba a ratos con un par de mujeres que lucían muy serenas en la sala. De pronto dijeron un nombre
de mujer y el hombre saltó. Se aproximó a donde lo llamaban y lo vi
suspirar; no sé si tranquilo o preocupado aún.
Lo perdí de vista un buen rato y luego lo vi pasar frente a mí de
nuevo. Caminar felino pero esta vez pausado. Sacó un pañuelo
del bolsillo y se limpió los ojos y las manos. Me dio dolor pues las
mujeres sufrimos con las lágrimas de los hombres. Me aproximé y le
hablé. Le dije que si quería decir algo que yo podía escucharlo.
Me miro muy serio y no sé si pensó
que yo era muy atrevida pero al final de un nuevo y audible suspiro dijo: “¡No
se murió! Era la última esperanza que me quedaba”.
Patricia Lara P.
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