Recuerdo como si hubiera sido ayer el viaje en chiva hasta Murillo
Tolima. Paisajes realmente magníficos. Inolvidables. Recuerdo
la casa vieja, teja de barro y bahareque en las paredes encaladas, sucias de años
y de huellas de moscas. Ventanas de madera siempre cerradas debido al
viento de páramo que barría inclemente las calles. Viento helado que cuarteaba
los labios y las mejillas, que ponía moradas las piernas y que dejaba ateridos
y casi congelados los dedos.
Recuerdo la calle olvidada y llena de lodo y piedras. Recuerdo
también a Emilse, que llegó ya algo tarde a recogernos a su hija
y a mí. Y recuerdo que agarramos los bolsos, nos los terciamos al hombro y empezamos ese camino de
herradura. Arriba y abajo pero siempre subiendo. Una caída o una
torcedura de tobillo habría sido realmente un gran problema. Recuerdo
arriba, muy arriba una luz que alumbraba el sendero. Al preguntar qué
era, ella, Emilse. Un poco evasiva dijo que seguro era su esposo, mi tío
que venía a buscarnos. Nunca lo encontramos ni a él, ni a ninguna otra
persona. Luego de subir, subir hubo que bajar, bajar hasta llegar al
rancho. Oscuridad total. Una vela fue encendida al llegar y allí en
el fogón de leña, reclinada en tres piedras una olla de barro contenía lentejas
y gallina. Muy rico todo. No sé si en realidad sabroso o mucha el
hambre por el largo viaje y luego la eterna caminata.
Dormir y al otro día saludar al tío. Pensamos que lo encontraríamos
en el camino. Dije. Y el miró a su esposa y luego a mí. Ella,
pues el hombre realmente poco hablaba, dijo. Yo no quería
asustarlas. Pero en esa curva hubo una matazón y allí las ánimas
espantan.
Afortunadamente no tuvimos que pasar
de noche por allí de nuevo. Y hoy por hoy muy seguramente ya no se estila
eso de desandar caminos. Así que creo; que no tendré que ir hasta ese
sitio de nuevo.
Patricia Lara P.
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