Íbamos en el bus, mamá me cargaba y mis hermanos ocupaban el asiento de
al lado. De pronto como en sueños pero eso sí; siempre. Mamá
decía; "creo que dejé la plancha conectada". En mi mente
infantil veía el fuego acabar con las pocas cosas que teníamos y por supuesto
con la casa y no solo la nuestra, la de las familias vecinas. Yo veía el
humo subir como alabando a Dios mientras quedábamos en la calle de nuevo.
Crecí con esa malvada plancha arruinando todos los paseos. Cada
seis meses íbamos a casa de la abuela y esa plancha era tan terrible que a
veces me olvidaba de marearme y vomitar por estar pensando en ella y en la
destrucción que ella acarreaba.
¡Dios mío! No hubo un solo día en el cual saliéramos así fuera al
centro de la ciudad, o a una visita en alguna casa vecina, en la cual esa
bendita plancha no se quedara conectada. Y claro, si no era la plancha
entonces era el fogón que no se había apagado, o la puerta había quedado
abierta.
Ahora que lo pienso creo que fue
siempre el temor de perderlo todo de nuevo en un instante, en un
pestañeo. Ahora tienes algo y al siguiente te encuentras incluso
desnudo. Sin nada... nada.
Patricia Lara P.
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