Las cenas
En la calle ochenta y ocho se comía muy bien. Cada vez que era hora de alimentarse, la estufa se encendía y se cocía en una olla aquello de lo que se estuviera antojado. Lo importante o curioso quizá es que cada uno de los habitantes tenía el mismo deseo. No eran comidas demasiado elaboradas, no. Eran recetas caseras repletas de recuerdos de vidas anteriores, de familias numerosas, de padres dispuestos a amar a cada uno de sus hijos sin lograrlo del todo.
A veces un arroz con pollo que olía demasiado rico dominaba el ambiente haciendo que los habitantes salivaran hambrientos y deseosos. En otras oportunidades la fragancia de un chocolate caliente los dejaba en ascuas. Ni hablar del aroma delirante de un tintico de olla que les recordaba a su amorosa abuela María la O.
No se veía como se hacía aquel milagro, mas siempre estaban bien dispuestos al disfrute. Pero... Un día entre tantos, el fogón no se encendió, la delicada comida no se coció y el hambre se dejó sentir en nuestra calle. Esa noche durmieron muy mal, asustados, preocupados y hambrientos. Esperaron con ansiedad el día siguiente, la hora oportuna y sí, la normalidad retomó el curso. ¿Volvería a suceder? ¿Qué pasaría si el tiempo se espaciaba más y más?
La tranquilidad de la calle ochenta y ocho ya no era la norma, la rutina se iba transformando, la ansiedad en los ojos de los habitantes empezaba a dominarlos. La vida conocida ya no lo era y no era esto lo que ellos deseaban.
Patricia Lara Pachón