jueves, 11 de marzo de 2010

La dueña de la casa.

Algunas veces se levanta en la noche y camina por la casa. Bata de dormir larga, descalza, el cabello recogido en una moña ya bastante deshecha. No enciende luces para no molestar a nadie.
Sale del cuarto y va al primer piso, ahí esta la sala, la cocina. Abre el refrigerador buscando algo de beber y casi con seguridad tomará leche fría y directamente de la bolsa.
Regresa a su cuarto pensando en esa mujer que fue la anterior dueña de la casa. Que padeció y murió de cáncer. La imagina con los malestares de la quimioterapia, de la radioterapia y los dolores propios de la enfermedad. La imagina caminando en silencio de un lado al otro, evitando despertar a los hijos, al esposo. La imagina sufriendo en soledad ya que la enfermedad aleja a los seres queridos, a los amigos y hasta a la familia más cercana. Es bien sabido que lo que atrae a la gente es la alegría y ella ya hace tiempo no sabe que es eso. La casa se tornó gris, callada y es una copia total de lo que ella es ahora; cruel silencio.
Piensa en su marido cada vez más lejano, sabe que no se va, que no se ha ido aún porque espera que ella se muera pronto.
Piensa en los hijos cansados ya de verle la cara lastimera, el dolor reflejado en surcos por la cara, en ojos llorosos, arrugas prematuras y en canas a granel.
La imagina pensando y sufriendo, deseando que la muerte se acuerde ya de ella, que por fin la abrace para siempre y la lleve a descansar, para quitarse de penas y quitárselas a toda su familia.
Cierra la nevera y regresa a su cuarto, a su cama sintiendo a la doliente pegada a su espalda y tiene miedo. Nadie esta exento de sufrir así. Piensa en augurios.
Se mete en su cama, se cobija. Introduce rápidamente los pies bajo la sábana temiendo se los toque y se va durmiendo lentamente. Olvidando dolores, enfermedades, sufrimientos e incluso corazones rotos.

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