domingo, 14 de marzo de 2010

El perdón.

He decidido confesarme desde hace ya unos meses. Pensé que a lo mejor lo que le falta a mi corazón es Dios. Creo en él infinitamente, creo en su bondad, creo en un Dios padre omnipotente, pero... No creo mucho en sus representantes. Igual pensé en hacer un acto de fe y humildad y dirigirme a una iglesia para arrodillarme frente a uno de ellos y pedirle a Dios nuestro señor perdón por mis pecados. Incluidos claro los pecados por omisión.
Paso por la iglesia con alguna frecuencia y veo la puerta del templo abierta pero unas rejas con cadena y candado impiden el acceso. Una vez, otra vez y otra.
Hoy salgo del gimnasio y sudorosa como me encuentro me decido a dirigir mis pasos hacia allá.
Veo como por un milagro las puertas abiertas, las rejas abiertas y sin candados. El acceso me es permitido. Siento un poco de temor y camino hacia adentro. Curiosamente hay un confesionario casi a la entrada y aun cuando la iglesia esta sola hay un padre alto, blanco y muy anciano confesando a una mujer que se arrodilla frente a el y creo que llora. Sus hombros se mueven un poco y se lleva un pañuelo a la cara. El sacerdote pone su mano en la cabeza de la mujer y le habla, parece, siento que la consuela.
Mi frente suda y miro de nuevo, la iglesia sola, el padre confesando a la mujer y el Cristo arriba mirándome con ojos amorosos. El mismo Cristo de la infancia lejana me mira desde lo alto y siento su amor.
La mujer se levanta del confesionario. El padre dirige sus ojos a los míos y con un gesto me invita a arrodillarme frente a el. Veo sus manos blancas de dedos largos. Manos de hombre que nunca hizo un trabajo pesado. De un hombre que nunca fue carpintero por ejemplo.
Me seco el sudor de la frente con una toallita que llevo al gimnasio y me dirijo a el. Me arrodillo y siento un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos.
En otra época fui muy religiosa, incluso pensé en ser monja pero los caminos de la vida o de Dios son insospechados.
Levanto la cara y observo al hombre que tiene una mirada tan límpida como su sonrisa. Pierdo un poco el temor y logro hablar. Acúsome padre que he pecado. El me pregunta cuanto hace que no me confieso y yo haciendo un gesto indefinido digo que mucho tiempo. Que nunca me aleje de Dios (Eso creo) pero que no soy muy practicante.
Voy desgranando mis pecados uno a uno, despacio, lentamente. El me mira amorosamente notando lo humana que soy, las debilidades, las flaquezas de mi espíritu. Me pregunta si algo más; digo que no. Pregunta por mis hijos y mi esposo y me dice que su bendición se extenderá a ellos también.
Inclino la cabeza, le pido a Dios perdón por mis pecados, por todos. Le ruego que sane mi corazón, que entre en mi, y se quede para siempre conmigo. Le pido señales de su bondad y le suplico de nuevo mucha tranquilidad.
Levanto la vista. El padre me observa con esos ojos límpidos, translúcidos. Levantando su mano me da la bendición, acerca sus labios a mi frente y me da un beso. Un beso de padre amoroso a hija pecadora. Un beso de perdón.
Siento no solo el amor de ese hombre que dedico su vida al servicio de los hombres; sino también el amor de Dios.
De nuevo cierro los ojos pierdo la noción del tiempo, del momento. Siento a Dios en mí. No, no es eso. Siento a Dios, lo palpo en mí, es parte de mi esencia.
Al abrir los ojos de nuevo estoy sola. Arrodillada frente al confesionario, las lágrimas surcan mis mejillas y siento el corazón renovado y puro. El padre ya no esta, no se por donde se fue ni qué pasó con él.
No se si el perdón vino de él o de mi propio corazón adolorido pero me siento nueva.

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