martes, 16 de marzo de 2010

El árbol que quería volar


Este árbol había vivido muchos inviernos y veranos. Había echado raíces profundas en la tierra a veces dura por la sequía y a veces blanda por las lluvias intensas.
En sus frondosas ramas habían empollado sus huevecillos innumerable cantidad y variedad de aves, habían lanzado al viento sus primeros trinos y habían aprendido a volar también.
Este árbol inhiesto al cielo había sido feliz. Inmensamente feliz pero soñaba con volar y creía que solo conociendo otros mundos, volando a ellos, lograría serlo completamente. Ver otros paisajes como las aves que apaciblemente contabas historias de viajes, de ciudades, de cielos, de riachuelos diferentes a lo por el conocidos desde ahí nada más.
Pensaba ensimismado lo maravilloso que sería poder sacar sus bellas y fuertes raíces de la tierra y echar a andar, recorrer ciudades y países y dejar de escucharlo para vivirlo a plenitud por sí mismo.
Pensaba y repensaba pero a nadie se atrevía a contarle su sueño. Un día un hombre se sentó a su sombra y miró el bello paisaje que había a sus pies. Y se le ocurrió que construir allí su casa sería la mejor idea posible. Pensó en sus hijos corriendo en ese valle, trepando a esos árboles y jugueteando en el río.
Compró el terreno y sin saberlo a ciencia cierta compró con el, al soñador. Construyó la casa mirando al valle y de espaldas al árbol. Obstruyendo en gran medida la vista que este tenía del mundo. Esto entristeció su corazón de madera pues ahora su sueño era volver a ver por lo menos lo conocido, su paisaje natural y no paredes blancas, con grandes ventanales y cortinas flotando al viento. Casi, casi como alas dispuestas a volar.
Pasó el tiempo y el soñador se volvió gris y su tronco y ramas empezaron a tornarse mustias y las hojas a caerse y nuestro árbol soñador-volador dejó de sonreír y de mirar al cielo y de extender sus ramas.
Un día escuchó en la casa el llanto de un niño, vio la gente entrar y salir; se llenó de curiosidad y decidió reverdecer un poco para mirar más alto y mejor y saber que era lo que allí sucedía.
Pronto una niña de trenzas y mirada perdida en el ocaso se acerco con pasos temblorosos primero, luego más ágiles, y pronto trepaba a sus ramas para ver el mundo desde arriba. Otro día colgaron un columpio y ella se meció en el complacida, después ella le contó sus cuitas, sus secretos, mientras se abrazaba a su tronco rugoso. Cerca de sus raíces guardó sus tesoros más preciados y enterró a sus mejores amigos; el perro y un canario.
Después un joven vino a hablar con ella, la beso en las manos, en la frente. Le dio el primer beso de amor y pronto; muy pronto a su sombra se casaron.
Nuestro árbol soñador por fin entendió que no había que volar muy lejos para vivir una vida plena y feliz.
La había tenido a ella y ahora en sus ramas y trepado en lo alto el hijo de su señorita, su señora mejor. Y con él viviría de nuevo más historias, más vidas, más amor.
Sin alas también se vive pensó nuestro hermoso soñador.

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