Llorar y sorber mocos
Puedo contar en los dedos de una mano las veces que recuerdo haber llorado, pero en estos momentos voy a permitir que la niña que fui, recuerde como fue esa primera vez.
Mamá nos mandaba para Arauca. Un pueblo de Caldas a orillas del rio Cauca. Al día siguiente de mis hermanos haber salido a vacaciones, nos subía ella al bus de Ventura. Era horrible la sensación en mi barriguita al llegar a mi nariz el olor horrendo de la gasolina. Vomitaba todo el camino pero no salía de mi boca ni una queja.
Ya en el pueblo, recorríamos mis dos hermanos mayores y yo una calle polvorienta que nos llevaba a una escaleras sucias y de peldaños altos y bajos a los que había que tenerles mucho miedo. No por nada ya tenía una cicatriz en mi frente. Después cruzábamos agarrados de las manos, como si ellas fueran mis tablas de salvación otra calle empedrada, luego las vías del tren, la cancha de fútbol, un corredor de tierra con matas a lado y lado y al fondo, por fin la casa de la abuela. Un recorrido de 5 minutos, para nosotros niños tan pequeños era una gran travesía a la que nos acostumbramos.
La abuela María la O nos recibía cariñosa. Una sonrisa leve nos hacía sentir seguros.
Yo dormí siempre al rincón de la abuela.
Ella una mujer curtida por la vida tenía que salir a conseguir no solo su comida sino la de sus propios hijos y en vacaciones también la de nosotros sus nietos.
He dado muchas vueltas para por fin contar de aquel día en el cual vuelta un ovillo, llorando en silencio pero a mares mientras me chupaba el dedo gordo de la mano derecha, reclamando a mi abuela, no a mi mamá, sino a mi abuela, porque sabía que ella con amor me daría a comer otra cosa que no fuera esa horrible sopa de pescado. Ya desde muy chiquita el asco que el pescado me produce me impedía siquiera pensar en probar esa sopita.
Creo que se expresó la mujer de hoy y no la niña.
Ahí disculpan.
Patricia Lara P
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