(Relato elucubrativo de lo que quisiera que nunca pasara)
Tres paredes y una
reja, nada particular. Es una habitación pequeña. Poca ventilación, pues no hay
ventanas, tal vez para que el desespero acuda prontamente ante la incertidumbre
del paso del tiempo, o al revés. La luz es pobre, apenas un bombillo que se
apaga cada día a las ocho de la noche. La comida no es mala, ni buena, nada
puede ser bueno cuando va contra tu voluntad. Las oportunidades de conversación
se circunscriben a los muchos interrogatorios diarios. Duele el cuerpo, duele
el alma, ya casi no recuerda por qué. El alma sí, le duele porque creyó, porque
cree, porque se atrevió a soñar y sigue soñando.
Hoy, como cada día,
toma su cuaderno imaginario (¡sería una locura usar uno de verdad, dadas las
circunstancias!) y escribe. Escribe para recordar cada detalle sórdido, en la
esperanza de poder contarlos algún día, en la certeza de que este cuaderno
nadie, excepto ella, lo podrá leer. Entre una y otra salida de la celda al
cuarto de interrogatorio, escribe: “allá, afuera, siguen la lucha –me han
dicho- y pronto nos volveremos a ver”. Esas líneas son para su madre y quienes
se decían sus amigos, a los que no ha visto en dos meses y doce días. Los ha
contado, uno a uno. Al principio llevaba la cuenta perdida, – “es que la coñaza
inicial no dejó mucha consciencia para llevar cuentas”, se justifica con un
lenguaje que hace tiempo ya no usaba, desde que decidió crecer en el intelecto
y en las aspiraciones. Y es verdad, esos primeros días no había forma de llevar
la cuenta de las salidas del sol, pero –en un desliz verbal- a uno de sus
custodios se le escapó la cifra de treinta y cinco días en uno de los traslados
al salón de interrogatorios. Desde ese instante lleva la cuenta con hilos que
arranca de la cobija y amarra al desvencijado jergón en el que su cuerpo
cansado reposa mientras su mente se agita en las interminables noches de una
reclusión que se le hace odiosa, injusta e ilegal. También por si acaso hubiese
alguna confusión, halló otro método para llevar la cuenta de sus días
confinada: ¡los interrogatorios!. Son cuatro al día, eso no falla. Los domingos
son seis, con una que otra sesión de burlas, pues al parecer los custodios se
aburren y toman la cosa como una sesión de entretenimiento. Esos son los días
en que duele más el alma, de ver tanta miseria, tanta distancia que pone el ser
humano a su propia humanidad. Los domingos lee, no escribe en su cuaderno
imaginario, para que no la descubran. Sólo lee y observa, traza perfiles, mide
reacciones… y aguanta.
Hoy es sábado de
esperanza: hoy, entre traslado y traslado, se oyen a lo lejos las visitas de
los demás reclusos, los que sí tienen derecho al contacto con el exterior.
Aguza el oído para escuchar los susurros de los visitantes. Pareciera ser un
código andar a hurtadillas, hablar quedo y gemir por lo bajo. Al principio era
agobiante oír tantos murmullos, tantos pasos pesarosos, como si miles de almas
en pena habitaran el lugar; pero luego se dio cuenta de que, cerrando los ojos,
respirando pausadamente y evitando todo movimiento, podía enterarse de muchas
cosas. En los traslados, camina pausadamente, como si flotara, tratando de que
su cuerpo no haga ruidos que le impidan escuchar el entorno. Así, los sábados
son de renovación, de oír la vida de otros para recrear la suya y para
encontrar un asidero al que sujetarse en la larga jornada del domingo. Hoy es
sábado de susurros, de leer, de escuchar. Hoy es sábado para reconfortar el
espíritu y engrandecerlo. Mañana vendrá la batalla.
Seis de la tarde y
termina la jornada. Hace dos horas acabó la visita. Y los susurros. Cierra los
ojos y lee. Lee con avidez aquellos libros que se grabaron en su memoria en la
biblioteca del IUJO, en los patios de la UCV. Y relee sus sueños y anhelos,
escritos a sangre y fuego en el alma de su Venezuela tan querida. Pasan las
horas, se apaga la única luz. Las manos en la nuca, mirada fija en la puerta, a
la espera de los pasos que le señalen el amanecer del domingo. Se oyen risas.
Ya llegan. Dos hombres con saco y corbata abren la puerta. ¡Es domingo! Día de
ser libre en la fortaleza, en la propia valía… comienza la jornada y escucha, a
lo lejos, muy en el fondo de su corazón la voz grave y fuerte, pero dulce y reconfortante
que le recuerda:
“Se puede matar el
hombre,
pero no matar la forma
en que se alegraba su alma
cuando soñaba ser libre”
pero no matar la forma
en que se alegraba su alma
cuando soñaba ser libre”
Es domingo. ¡Mañana
será otro día!
B. Osiris B.
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