sábado, 19 de julio de 2014

Imaginario




(Relato elucubrativo de lo que quisiera que nunca pasara)
Tres paredes y una reja, nada particular. Es una habitación pequeña. Poca ventilación, pues no hay ventanas, tal vez para que el desespero acuda prontamente ante la incertidumbre del paso del tiempo, o al revés. La luz es pobre, apenas un bombillo que se apaga cada día a las ocho de la noche. La comida no es mala, ni buena, nada puede ser bueno cuando va contra tu voluntad. Las oportunidades de conversación se circunscriben a los muchos interrogatorios diarios. Duele el cuerpo, duele el alma, ya casi no recuerda por qué. El alma sí, le duele porque creyó, porque cree, porque se atrevió a soñar y sigue soñando.
Hoy, como cada día, toma su cuaderno imaginario (¡sería una locura usar uno de verdad, dadas las circunstancias!) y escribe. Escribe para recordar cada detalle sórdido, en la esperanza de poder contarlos algún día, en la certeza de que este cuaderno nadie, excepto ella, lo podrá leer. Entre una y otra salida de la celda al cuarto de interrogatorio, escribe: “allá, afuera, siguen la lucha –me han dicho- y pronto nos volveremos a ver”. Esas líneas son para su madre y quienes se decían sus amigos, a los que no ha visto en dos meses y doce días. Los ha contado, uno a uno. Al principio llevaba la cuenta perdida, – “es que la coñaza inicial no dejó mucha consciencia para llevar cuentas”, se justifica con un lenguaje que hace tiempo ya no usaba, desde que decidió crecer en el intelecto y en las aspiraciones. Y es verdad, esos primeros días no había forma de llevar la cuenta de las salidas del sol, pero –en un desliz verbal- a uno de sus custodios se le escapó la cifra de treinta y cinco días en uno de los traslados al salón de interrogatorios. Desde ese instante lleva la cuenta con hilos que arranca de la cobija y amarra al desvencijado jergón en el que su cuerpo cansado reposa mientras su mente se agita en las interminables noches de una reclusión que se le hace odiosa, injusta e ilegal. También por si acaso hubiese alguna confusión, halló otro método para llevar la cuenta de sus días confinada: ¡los interrogatorios!. Son cuatro al día, eso no falla. Los domingos son seis, con una que otra sesión de burlas, pues al parecer los custodios se aburren y toman la cosa como una sesión de entretenimiento. Esos son los días en que duele más el alma, de ver tanta miseria, tanta distancia que pone el ser humano a su propia humanidad. Los domingos lee, no escribe en su cuaderno imaginario, para que no la descubran. Sólo lee y observa, traza perfiles, mide reacciones… y aguanta.
Hoy es sábado de esperanza: hoy, entre traslado y traslado, se oyen a lo lejos las visitas de los demás reclusos, los que sí tienen derecho al contacto con el exterior. Aguza el oído para escuchar los susurros de los visitantes. Pareciera ser un código andar a hurtadillas, hablar quedo y gemir por lo bajo. Al principio era agobiante oír tantos murmullos, tantos pasos pesarosos, como si miles de almas en pena habitaran el lugar; pero luego se dio cuenta de que, cerrando los ojos, respirando pausadamente y evitando todo movimiento, podía enterarse de muchas cosas. En los traslados, camina pausadamente, como si flotara, tratando de que su cuerpo no haga ruidos que le impidan escuchar el entorno. Así, los sábados son de renovación, de oír la vida de otros para recrear la suya y para encontrar un asidero al que sujetarse en la larga jornada del domingo. Hoy es sábado de susurros, de leer, de escuchar. Hoy es sábado para reconfortar el espíritu y engrandecerlo. Mañana vendrá la batalla.
Seis de la tarde y termina la jornada. Hace dos horas acabó la visita. Y los susurros. Cierra los ojos y lee. Lee con avidez aquellos libros que se grabaron en su memoria en la biblioteca del IUJO, en los patios de la UCV. Y relee sus sueños y anhelos, escritos a sangre y fuego en el alma de su Venezuela tan querida. Pasan las horas, se apaga la única luz. Las manos en la nuca, mirada fija en la puerta, a la espera de los pasos que le señalen el amanecer del domingo. Se oyen risas. Ya llegan. Dos hombres con saco y corbata abren la puerta. ¡Es domingo! Día de ser libre en la fortaleza, en la propia valía… comienza la jornada y escucha, a lo lejos, muy en el fondo de su corazón la voz grave y fuerte, pero dulce y reconfortante que le recuerda:
“Se puede matar el hombre,
pero no matar la forma
en que se alegraba su alma
cuando soñaba ser libre”
Es domingo. ¡Mañana será otro día!
B. Osiris B.

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