El niño Dios debería nacer de nuevo en esta tierra. Año a año repetía el prodigio para hacernos saber tanto él como su padre; que había nacido como cualquier otro niño y había crecido como todos y al ser adulto había dado su vida por nuestra salvación. No era que fuera algo maravilloso para él pero sí era algo maravilloso para nosotros el resto de mortales. Ya que habíamos sido salvados por él. Habíamos recibido prácticamente las llaves del cielo gracias a su enorme sacrificio y podíamos gozar de la gloria eterna al llegar al padre, al hijo y por supuesto al espíritu santo.
El niño Dios en este instante, al ver tanta maldad en el mundo se preguntaba si valía la pena repetir su sacrificio, empezando obviamente por su nacimiento en el pesebre.
Todo el mundo se preparaba para su llegada y los árboles de navidad brillaban con luces y colores, y las familias preparaban el nacimiento llenándolo de personajes bíblicos e incluso de animalitos y autos y aviones que los más chicos exigían. Preparaban reuniones familiares y cenas festivas que alegrarían a todos. Compraban regalos para agradar a los otros aun a expensas de sus finanzas.
Él, el niño Dios estaba seguro que un día sin necesidad de revelarse ante el padre él no iba a tener que repetir ni nacimiento ni su sacrificio pues él, el padre por fin se daría cuenta que la maldad había ganado no una batalla sino la guerra.
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