Necesitaba un favor muy grande así que fui a la iglesia a pedirle ayuda a Dios. Pero también pensé que sería bueno pedirle a la virgen y a cada uno de sus santos. ¡Ah! Las ánimas benditas del purgatorio no podían faltar tampoco.
Aún así todo me resultaba poco, pequeño, insignificante por lo grande del favor que pedía. Me fui para la tienda más cercana y compré unas velas. Tenían que ser muchas pues el milagro no era de fácil adjudicación. Por aquello –pensaba yo- de que hay mucha gente pidiendo milagros y me suponía; que había turnos, filas para llegar a Dios y solicitar misericordia divina.
Bueno, compré las velas y encendí una grande blanca, tan blanca y pura como pensaba que debía tener mi alma para poder obtener el milagro pedido. La encendí y con fe infinita pedí de nuevo, le dije a Dios que entendía que era un ser sumamente ocupado, que ya le había enviado mensajes con todas sus santas huestes y que esperaba que ya estuviera convencido de que lo que le pedía era sumamente necesario para mi beneficio y mi salud mental.
Me siento enfrente de la vela encendida; como haciendo oración pero en realidad amo el fuego, me encanta verlo bailar y revolotear. Estoy tan absorta en él que no percibo que la parafina empieza a formar un pequeño surco, un riachuelo que se desliza por el piso y va prendiendo paulatinamente lo que va tocando, acariciando podría llamarlo mejor.
Cuando despierto de mi arrobamiento estoy bailando en medio del fuego, ni siquiera siento dolor pero me voy derritiendo y transformando en un pequeño carboncillo que será el encargado de demostrar que sí existí un día.