jueves, 4 de febrero de 2021

Quenopodio

Quenopodio


Ocho meses de cuarentena, una que otra salida al supermercado y a la oficina, varias miradas furtivas, uno que otro diálogo a distancia prudencial, un café rechazado, dos ramilletes de florecillas silvestres y muchos guiños y suspiros después, pensó en el polvo como en un milagro.
Lo bebió a tragos, disuelto en jugo de naranja, para disfrazar el mal sabor. Las mariposas en su estómago ya le habían dejado suficientes cicatrices tiempo atrás, así que la mejor solución era sacarlas del camino.
Se atipló de quenopodio, el remedio que la abuela aún guardaba en la vieja lata de galletas escocesas de mantequilla que reposaba en el compartimiento del chino con el vidrio roto.  
Vomitó a mares, ni una mariposa, por cierto. Mató las lombrices y la flora intestinal, el amor la siguió atormentando cada noche; mucho más mientras, sentada en la taza del baño, las mariposas en su abdomen parecían levantarla en peso.
Tres días y tres noches estuvo vaciando sus adentros y reponiendo el jugo bien aderezado con una nueva carga del vermífugo.
Esa tercera noche, deshidratada, voló -en sus sueños- elevada por miles de mariposas, hacia su amado que la esperaba entre cúmulos de nubes verde-azules... Sintió el calor de su abrazo y la dulzura de un tierno beso -ya sin mascarillas- mientras cerró los ojos en un interminable suspiro.
Al amanecer del cuarto día, la abuela Marcolina, ayudada por Concepción, el capataz, trató infructuosamente de reanimar a Marisela, cuyo cuerpo inerte yacía con la cara en el borde de la taza del servicio, sus ropas manchadas de un brillante líquido verdeazul, sus brazos asiendo en un abrazo el retrete, y una tierna sonrisa en su rostro.
Al moverla suavemente para retirar a la señorita de tan inconveniente lugar, Concepción vió salir de su boca dos diminutas mariposas amarillas que revolotearon un poco y, juntas, salieron volando por la pequeña ventila del cuarto de baño, dejando una delicada estela dorada a su paso.

B. Osiris B

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