El sepelio
La intuición de Octavio el Octavo. La que lo hizo buscar la manera de salir de la calle ochenta y ocho y llegar apresurado a la casa paterna había funcionado de nuevo.
Sus hermanos, sus siete hermanos mayores habían fallecido mientras dormían. Sus padres apenas si, habían sobrevivido gracias a la invitación que les había hecho el ministro de la iglesia para hacer otra más de las celebraciones que año tras año hacían por el octavo hijo.
A pesar de los años, la comunidad seguía reuniéndose alrededor de la pareja, mostrándoles consideración, apoyo y un cariño incondicional. Los hermanos habían dejado de acudir ya hacía unos cinco años. Ellos habían perdido la esperanza de que apareciera. Es más, lo odiaban debido a que la familia prácticamente se había acabado como consecuencia de la desaparición del menor.
Octavio llegó esa tarde para encontrar a toda la comunidad reunida frente a la iglesia, siete féretros uno al lado del otro, con sendas coronas de rosas blancas sobre ellos. Infinidad de velas blancas en las manos, en el piso, en los barandales iluminaban esa tarde cansina. Los padres de Octavio y de esos siete cadáveres, ya viejos estaban reclinados en un sofa puesto estratégicamente en frente de la puerta de la iglesia y derramaban lágrimas a granel. En el silencio de la plaza se escuchaban susurros, oraciones y en algunos momentos incluso algunos cánticos. La comunidad se disponía a acompañar el dolor y la amargura de la pareja. De pronto, un silencio que se podía cortar con un cuchillo cayó sobre las gentes que asombradas se hacían a los lados permitiendo que Octavio, llegara hasta los pies de sus padres. Se puso de rodillas y lloró sin parar hasta el amanecer.
Nadie se atrevió a preguntar dónde había estado, a dónde había ido y porqué ahora regresaba. Y además lo hacía sin haber envejecido ni un poco, como todos los demás lo habían hecho desde el momento en que partió.
Los reporteros que habían llegado a informar las siete muertes, se dedicaron a intentar entrevistar a Octavio. El cura no hacía otra cosa que santiguarse y arrojarle agua bendita con el hisopo y se alejaba de él lo más que podía.
Esa noche nadie durmió y apenas despuntó el alba cuatro hombres agarraron de las esquinas cada ataúd y rápidamente los llevaron al cementerio. Los arrojaron de prisa en los huecos y los cubrieron con tierra lo mejor que pudieron. Dejaron sobre cada montículo una corona y partieron santiguándose. El miedo al infierno los hizo llegar a sus casas a darse una ducha caliente para quitarse el frío que les había calado hasta los huesos y a retornar a la iglesia a confesar sus múltiples pecados.
Octavio tomó de cada brazo a sus padres y los condujo despacio hasta su casa. Un hogar frío, aterrador y con al menos siete fantasmas.
Patricia Lara Pachón
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