miércoles, 21 de mayo de 2025

Soy el número ocho el retorno

Soy el número ocho, el retorno 


Había retornado a la ciudad, la casa paterna ahora sólo albergaba una pareja de ancianos. Al verme se asombraron mucho y la alegría les iluminó los rostros. Ellos apenas sí se percataron que yo estaba igual que el último día que me vieron. A lo mejor sus ojos ya no veían muy bien.
Me quedé con ellos. Los cuidé con amor y los acompañé casi simultáneamente a sus tumbas.
Me quedé en esa casa tan sola. Tan vacía de vida. El silencio lo dominaba todo y a pesar de disponer de muchos los libros, más incluso de los que deseaba, yo me sentía vacío.
Empecé a soñar con la calle ochenta y ocho, extrañaba todo a pesar de que en su momento y después de unos quince años había sentido la necesidad de escapar de allí, de huir. Quizá, la vida de mi familia me llamaba, a lo mejor no saber de mis padres y hermanos no me dejaba tener paz.
Ahora, sin ellos. Deseé con todas mis fuerzas regresar. 
Octavio, el Octavo miembro de su familia. Mi compañero me esperaba. Yo había prometido regresar y estaba dispuesto y decidido a hacerlo.
Así qué regresé a la biblioteca de la Octava y allí, en el mismo rincón en que lo había dejado antes, encontré el libro y dentro de él, el mapa. 
Procedí a tomar una fotografía y como hice antes dejé los elementos en la esquina, casi ocultos e igual de polvorientos que antes.
El tiempo fuera de la ochenta y ocho había hecho su obra. Ya no era el jovencito de antes pero igual armado de valor encontré mi camino.
El bosque inmenso, casi infranqueable, el túnel oscuro pero ahora con la seguridad de reconocer el camino, el puente sobre el rio no tan lento y la calle.
La calle ochenta y ocho sucia, decadente. Las casas llenas de malezas, la luz muy incipiente y cansina y al final la casa de Octavio, el Octavo. Y en una mecedora que chirriaba al moverla, un anciano sentado. Los ojos apagados, las manos aferradas a un bastón, la boca en una linea fina, el cabello hirsuto, blanco. Apenas si logró escuchar mi voz al llamarlo a gritos.  Enderezó el pecho, estiró una mano, al menos lo intentó, y la dejó caer al mismo tiempo que exhaló un suspiro apenas audible.
Yo, Octavio el Octavo sentí que todo temblaba a mi alrededor, rocas empezaron a caer desde arriba, desde donde antes se veía el cielo azul. Miré y vi volutas de humo que salían de prisa. Sentí que las rocas bailaban bajo mis pies y empezaron a tomar fuerza para salir expulsadas.
Alcancé a decirme a mi mismo... Volví.

Patricia Lara Pachón 

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